¿Cómo miramos los católicos de Occidente nuestras ciudades, cuyo pulso vital se ha ido alejando de la tradición viva de la Iglesia? La pregunta me surge al escuchar la catequesis del Papa en la que ha explicado cómo se movió el apóstol Pablo a su llegada a Atenas, la gran capital cultural del mundo mediterráneo. Dice Francisco que Pablo quiso, primero, familiarizarse con aquella ciudad, y descubrió que Dios habitaba en las casas de los atenienses, en sus calles y plazas. De ahí surge la pregunta sobre la forma en que vemos hoy nuestras ciudades: ¿las observamos con indiferencia, con miedo, tal vez con un sentimiento de derrota e impotencia? En vez de todo eso, el apóstol miraba con la fe que reconoce a los hijos de Dios en medio de las multitudes anónimas.
Es importante entender que no se trata de una cuestión táctica, sino de raíz. Pablo miraba ya como Jesús, que lloró por la ignorancia altiva de Jerusalén y se compadeció de las multitudes que andaban como ovejas sin pastor. De esa mirada nació la genialidad del apóstol para hablar a los atenienses en el areópago, cuando les anunció a Cristo a partir del altar dedicado a «un dios desconocido» que él mismo había descubierto con sorpresa paseando por sus calles. Ese dios desconocido que hoy buscan a tientas nuestros conciudadanos. Tendríamos que pasear con la mirada atenta por nuestras calles y plazas para sorprender entre líneas esa búsqueda, y para eso hace falta estar dispuestos a dejarnos herir, no pretender imponer nada, sino llorar y reír identificados con el corazón de cada pobre hombre y mujer.
El fogoso Pablo sabía que su auditorio estaba lleno de gente que adoraba a los ídolos pero no se lo recriminó, sino que se identificó con la brizna de verdad que podía moverles, para proclamar que Dios ya estaba en medio de ellos, en medio de quienes lo buscan con corazón sincero, aunque lo hagan a tientas. Y así les mostró a Cristo como Aquel que, en el fondo, buscaban y deseaban sin conocerlo. Es verdad que aparentemente este camino no dio el resultado esperado, porque cuando llegó el anuncio de la resurrección, los atenienses terminaron burlándose de Pablo. También ahora medimos y pesamos, creyendo a veces que son la elocuencia o el poder los que pueden asegurar el éxito de la misión. O pretendemos saltarnos el misterio insondable de la libertad y sus tiempos. Pero como explica el Papa, en Atenas las cosas no sucedieron exactamente como nosotros pensamos, porque algunos sí se convirtieron y quedaron como semilla de la fe en aquella ciudad resabiada pero sedienta.
Publicado en Alfa y Omega.