Recuerdo vivamente el discurso de nuestro llorado José Jiménez Lozano cuando recibió el Premio ¡Bravo! Un discurso chispeante y profundo sobre la aventura de comunicar trenzado de una suerte de amargura de fondo, porque al final, muchas veces esa aventura se vuelve una carrera de obstáculos y su objetivo se ve frustrado. Nunca fue don José políticamente correcto, a Dios gracias. Como todo lo humano, comunicar es algo dramático porque entran en juego la razón y la libertad, el bien y el mal, la verdad y la mentira. La comunicación nunca es inocua: construye o destruye, cura o hiere, teje relaciones o las rompe. Siempre es así, pero más aún cuando nos encontramos en un contexto de dolor e incertidumbre en el que la exigencia humana se ve exasperada.
No pretendo hacer un balance sobre la comunicación en tiempos de pandemia. Es evidente que los medios tradicionales de comunicación, los medios digitales y las redes sociales han funcionado a toda máquina para narrar los múltiples escenarios de la crisis, para responder a una demanda inusitada de información y, más raramente, para sondear las grandes preguntas humanas que en estos días se han despertado. Y en el gran telar de la comunicación encontramos todo tipo de paños. Parafraseando el mensaje del Papa para esta Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, han circulado informaciones no contrastadas, discursos triviales, incluso proclamas de odio en una y otra dirección. En no pocas ocasiones la comunicación se ha puesto al servicio de intereses ideológicos, y eso se traduce en cavar trincheras. De ese modo algunos comunicadores, que deberían ser promotores de la vida común, se dedican, como dice el Papa, a romper los frágiles hilos de la convivencia.
Pero también hemos podido escoger (el discernimiento y la libertad del receptor, qué gran tema) narraciones que reflejan el intento leal y sincero de ir más allá de las apariencias, que se resisten al encajonamiento sectario, que se dejan tocar por la realidad en todo su espesor de dolor y de necesidad humana. Por cada una de estas historias, vengan de donde vengan, tenemos que dar gracias. Especialmente cuando descubrimos en ellas el perfume del Evangelio, o sea, el testimonio de un amor que transforma la vida, aunque quien las narra no conozca la fuente de ese amor.
En su mensaje Francisco dice que necesitamos encontrar historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas laceraciones de hoy, que saquen a la luz la verdad de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana. Parecen palabras escritas para describir nuestra necesidad en la pandemia, aunque el Papa las consignase mucho antes de que estallara. Cuidado, no se trata de endulzar una realidad terrible, se trata de contar esa realidad hasta el fondo, de acoger las preguntas serias que nos plantea. Incluso cuando contamos el mal, podemos reconocer presente el dinamismo del bien, y solo así no mantenemos el hilo de oro de nuestra humanidad y no cedemos a la desesperación de que todo es puro caos y sinsentido. Porque no lo es.
Compañeros de camino
El comunicador cristiano no trabaja con una materia distinta que los demás, la materia de esta circunstancia tremenda que nos resulta dura y opaca. Pero entra en ella con la memoria de lo que somos a los ojos de Dios, de la grandeza de nuestra exigencia, que reclama un sentido y una esperanza contra todos los vientos. Una memoria alimentada por el testimonio cotidiano de tantos hombres y mujeres sin vitola, esos santos de la puerta de al lado, verdaderos protagonistas de una historia que espera nuestro coraje y nuestra humildad para ser contada. Y así, en la opacidad se abre una grieta y no perdemos el hilo de lo humano, podemos valorar toda búsqueda, todo intento, también la queja de tantos corazones heridos que buscan en la niebla. Sin arrogancia ni pretensión, nos hacemos compañeros de camino, contribuimos a esa amistad cívica que nuestra sociedad necesita como la luz y el calor.
Es necesaria también una palabra sobre todos nosotros como destinatarios de la comunicación. Para no sucumbir a los bulos ni a las manipulaciones, para no ceder a las historias narcotizantes ni a las que nos precipitan en el cinismo, son necesarias dos cosas: una tradición viva y una compañía que nos abraza por lo que somos. Para mantener el norte en este mar encrespado necesitamos pertenecer. En este oficio, amado y sufrido, no me sostienen los manuales de buenas prácticas (necesarios) ni la técnica (imprescindible), sino pertenecer a la compañía de la Iglesia, donde renace el coraje para tejer historias que desvelen que la vida siempre es un bien. Un bien que los comunicadores estamos llamados a cuidar con profunda responsabilidad.
Publicado en Alfa y Omega.