Un amigo mío me comenta que su hija de trece años le ha dicho: "Muchos niños de mi clase dicen que Dios no existe, que por consiguiente el demonio tampoco, pero que es 'guay' jugar a hacer espiritismo con la ouija".
Creo que es difícil presentar más problemas en menos palabras.
Cuando yo daba clase en institutos públicos (fui jubilado en 2003), me gustaba el primer día, garantizándoles el anonimato, hacerles una serie de preguntas sobre su nivel religioso, como si creían en Dios, si Jesucristo era Dios, si creían en la resurrección y algunas más.
Sobre la existencia de Dios la respuesta afirmativa era masiva. Había cursos donde se daba unanimidad, los que dudaban nunca solían pasar de un par y de vez en cuando te salía un 'no'. Por lo que sé, tengo la impresión que la respuesta hoy sería bastante distinta, abundando la increencia, aunque no sé hasta qué punto, por el avance de la descristianización, que deja a los preadolescentes sin protección ante los embates del mal, lo que no es ciertamente un progreso, dado que los científicos te hablan de que el mundo tiene edad y por tanto lo lógico es que haya un Creador, y además, si no existe Dios, todo termina con la muerte y, en consecuencia, la vida carece de sentido.
Sobre el demonio, está claro que, si Dios no existe, tampoco el demonio. Pero a mí, que he presenciado posesiones diabólicas, su existencia no me ofrece dudas. Y como la existencia del mal y de la maldad es algo evidente, recordemos lo que dijo sobre el demonio San Pablo VI el 15 de noviembre de 1972: “El mal que existe en el mundo (...) es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad, misteriosa y pavorosa… [El demonio] es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando”.
Su actuación entre nosotros es cada vez más abierta y descarada, y así leí que en Estados Unidos en el año 2000 había en todo el país cinco exorcistas y actualmente hay más de ciento veinte. Y, desde luego, cualquier persona que haya leído los evangelios se da cuenta de que para Jesucristo la lucha contra el pecado y contra el demonio es algo primordial. Para Él la existencia del demonio y del infierno es una realidad, como vemos en el episodio del Juicio Final: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt 25, 41).
En cuanto al espiritismo, es un fenómeno que ha existido siempre; cuando yo era joven dominaba el juego del vasito, sobre el que el padre Pilón, S.J. que fue presidente de la Sociedad Española de Fenómenos Paranormales y por tanto sabía un rato de estas cosas, me advirtió, ya hace unos cuarenta años, lo siguiente: “Dile a tus alumnos que no se les ocurra jugar al juego del vasito, que mi amigo el Dr. Tal -y me dio el nombre de un psiquiatra bastante afamado- está hasta las narices de este juego, porque tiene la consulta a rebosar de adolescentes como consecuencia de ese juego”. Y si esto sucedía con adolescentes, imaginémonos hoy con preadolescentes.
Pero si el vasito es peligroso, la güija lo es mucho más. Para Wikipedia, la güija (según la grafía recomendada por la RAE) es un tablero de madera que tiene alfabeto y números con el que se puede establecer un supuesto contacto con espíritus que no pertenecen al plano terrenal. La güija tiene como objetivo que las personas que integran la sesión se contacten con espíritus o almas en pena, difuntos y también demonios, es decir, ángeles que cayeron en desgracia antes de que Dios crease al hombre. Está claro que los espíritus con los que se intenta conectar no son espíritus buenos, y abrir la puerta a los malos espíritus, es decir al mal, es algo sumamente peligroso, que puede tener muy malas consecuencias, porque desde luego los demonios no buscan precisamente hacernos el bien.