Ante el problema terrorista, la postura moral es bien sencilla. Si a alguien le dan un tiro en la nuca, o sufre la explosión de una bomba, no hay que romperse mucho la cabeza para saber que el culpable es el terrorista, tanto más (como dijo Bandrés, que había sido abogado de ellos) porque las bombas no estallan si uno no las pone.
Los terroristas son delincuentes de motivación política, pero ello no significa que estén o deban ir a la cárcel por sus ideas (aunque Pablo Iglesias opine otra cosa, lo que no es de extrañar, porque coincide con sus ideas totalitarias), sino por haber cometido delitos comunes: estragos, chantaje, secuestros, asesinatos... en general incluso más graves que los de los delincuentes comunes ordinarios. ¿O es que en España hay muchos presos por haber cometido multitud de asesinatos, o masacres como las de Hipercor o Zaragoza, donde se buscó intencionadamente matar niños? Los derechos humanos no se defienden matando niños.
La Iglesia española ha condenado, durante muchos años, más veces el terrorismo que el aborto. Pero entre sus documentos subrayo la Instrucción Pastoral de noviembre del 2002 Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y consecuencias, en cuyo número 15 leemos: “Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser neutral ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público”. Es decir, incluso la neutralidad es ya inmoral.
De la cárcel de mi ciudad de Logroño acaba de salir Otegui, indiscutiblemente uno de los jefazos de ETA. Ya a su salida le esperaban unas doscientas personas, y muchas más en Elgoibar, su pueblo, para hacerle un recibimiento de héroe, homenaje incluido, y befarse así una vez más de las víctimas del terrorismo. Sinceramente, esa gente me da pena, porque significa tener los principios morales completamente trastocados, porque como ya dijo el profeta Isaías: “¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal; de la luz hacen tinieblas y de las tinieblas luz!” (5,20). He dicho que esa gente sinceramente me da pena, y lo digo tal como lo siento, porque se necesita mucho odio para tomar como héroe a un delincuente, a un criminal. Mientras Jesucristo nos pone como primer mandamiento el amor, y el amor es lo que da sentido a la vida, lo más opuesto al amor es el odio, y por tanto las personas que se dejan llevar por él están equivocando totalmente el sentido de su vida.
Personalmente estoy muy próximo a las víctimas del terrorismo y saben que pueden contar conmigo para sus actos religiosos, pero mi tarea como sacerdote no termina ahí. Me parece muy bien que pidan justicia y que protesten cuando los criminales terroristas salen a la calle con penas ridículas, pero les pido, por favor, que no se dejen llevar por el odio, con el siguiente argumento: los criminales terroristas os han hecho mucho daño matando a un ser querido o hiriéndolo, pero no les deis el gusto de que os destrocen como personas sucumbiendo a la tentación de odiar. Justicia, sí, pero odio, no.
En este sentido me ha impactado mucho la historia de Bolinaga, el secuestrador y torturador de Ortega Lara. Según leí en los periódicos, cuando comprendió que le llegaba la muerte, y estaba aterrado ante ella, le pusieron un tratamiento psicológico. Pero la Escritura nos dice que el infierno es una realidad y Santa Faustina Kowalska nos dice en su Diario que visitó el infierno y que “la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe”(nº 740).
Después de una vida criminal, lo que el etarra realmente necesitaba era recuperar la paz interior, pero ésta supera el mero plano humano, pues el perdón de los pecados es de orden religioso y moral, es decir, hacer las paces y recibir el perdón de Dios, ya que no podemos tener paz en nuestro corazón si no estamos en paz con Dios.
Al culpable lo que verdaderamente le urge no es tanto que se le consuele cuanto que se le perdone. Pero este perdón es el ejercicio de un sacramento que ha sido confiado por Cristo a su Iglesia, siendo ésta la tarea del confesor, no de los psicólogos. No nos quepa la menor duda de que la seguridad del perdón, que nos da la fe, constituye un motivo extraordinario de alivio y esperanza. El sacramento asegura una paz espiritual que supone ventajas psíquicas, si bien su objetivo primero es liberarnos del pecado y no de una situación psicológica. Cristo no nos dispensa de afrontar la verdad y menos de esa verdad en la que nos encontramos con nosotros mismos y nos descubrimos culpables. La verdadera culpabilidad tiene como causa fundamental que no amamos ni utilizamos nuestra capacidad de amar.
Descubriendo donde está la raíz del mal y con el arrepentimiento es como comienza cada cual a librarse de su culpabilidad. Él está dispuestísimo a perdonarnos, pero respeta totalmente nuestra libertad, y no nos perdona si nosotros no queremos... y ése es el origen del infierno.