Me sorprende muy negativamente en mis encuentros con los jóvenes, adolescentes y niños que, cuando les insinúo si alguna vez han pensado ser sacerdotes, rechacen la idea, casi instintivamente, como si se les propusiera algo poco o nada estimable. Reaccionan como si dijeran: «¿sacerdote, yo?, ¡qué disparate!». Al preguntarme por esta reacción tan instintiva, y buscando sus posibles razones, pienso en la escasa valoración social de los sacerdotes, en la imagen que pueden tener de nosotros, quizás poco atractiva y estimulante, o sencillamente en el desconocimiento de qué es un sacerdote, «un cura de almas», expresión ya poco usada, que ha quedado reducida a «cura» sin más, dicha con más o menos aprecio. Para un obispo, naturalmente, esto da mucho que pensar. Y al acercarse el día del Seminario, no quiero pasarlo por alto.

Y comenzaré por algo que puede resultar muy fuerte, pero no quiero dejarlo en el tintero. Quien no valora al sacerdote, no valora a Cristo. Es verdad que somos pecadores, que no somos dignos del ministerio recibido, que no podemos ni compararnos mínimamente con él. Sería una pretensión inaceptable. Pero, queramos o no, él nos han hecho ministros suyos, y, con todos nuestros defectos y pecados, tenemos la gracia de hacerlo presente. «Es Cristo quien vive en mí», decía san Pablo. No somos funcionarios de la Iglesia, ni gestores de lo sagrado, ni moderadores de acciones eclesiales, ni simples ejecutores de planes pastorales. ¿Qué somos, pues? Citaré a san Juan Pablo II para apelar a una autoridad indiscutible: «El sacerdote encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote» (PDV 12).

Quien se fija sólo en los pecados de los sacerdotes olvida las palabras del Señor: «El que esté libre de pecado, tire la primera piedra». Es verdad, somos pecadores. Todos los somos. Ante Dios, nadie puede presumir de justo. Al sacerdote se le exige más, ciertamente, porque ha recibido un ministerio de gracia y santidad, que le sitúa ante Dios y ante los hombres con una vocación ineludible a la santidad. Pero dicho esto, el sacerdote lleva en sus manos los tesoros de la salvación de Cristo, que, a pesar de su pobreza, sólo él puede conceder. Por eso la estima del sacerdote nace de lo que Cristo ha querido poner en sus manos: la salvación de los hombres en el orden de la gracia. Y un pueblo cristiano que no valora a sus sacerdotes es un pueblo que, en cierto sentido, no es agradecido con lo que Cristo ha hecho instituyendo el sacerdocio de la Nueva Alianza.

En el libro de sus Memorias dice el cardenal J. Daniélou, que «lo mas divino entre las cosas divinas es cooperar con Dios en la vida de las almas». Y esa es la tarea que Cristo ha encomendado a los sacerdotes, porque fue la tarea que Cristo recibió de su Padre. Hoy se valora poco la salvación, la gracia, los sacramentos, la acción de Dios en las almas. Como consecuencia, difícilmente se valorará el ministerio de alguien que se dedica a la «cura de las almas», es decir, a su cuidado, dirección y acompañamiento. Sólo quienes aprecian el hecho de que Cristo ha querido quedarse entre nosotros en la persona misma de quienes tienen autoridad para actuar en su nombre, valoran el misterio que llevamos en nuestros «vasos de barro» y firmarían las palabras de un conversa francesa, Madeleine Delbrel, que salió del ateísmo gracias a la ayuda de algunos sacerdotes, y decía: «La ausencia de un verdadero sacerdote en una vida es una miseria sin nombre; es la única miseria». Quiera Dios que descubran esta verdad los niños, adolescentes y jóvenes, en cuya vida se cruce Cristo, los llame mirándolos a la cara y, dejándolo todo, le sigan alegres de poder ser para los demás «otro Cristo».