El cine americano dejó hace mucho tiempo de ser memorable; pero, como ocurre con las estrellas muertas que han brillado mucho, de vez en cuando aún arroja fogonazos que mantienen vivo el espejismo de su pujanza. Muchas de las películas que este año se disputaban los Óscares no eran sino subproductos urdidos para facilitar la ingeniería social diseñada por el mundialismo, según la fórmula acuñada por Rousseau: «Corregid las opiniones de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas». Así, por ejemplo, entre las películas nominadas hallábamos apologías del homosexualismo (Carol) y el transexualismo (La chica danesa); pero es cada vez más raro hallar (fuera del cine estrictamente palomitero) películas que no deslicen de forma burda o subrepticia una ración más que colmada de bazofia mundialista.
Entre las películas más aclamadas de este año figuraba, por ejemplo, Spotlight, un telefilme ayuno de talento artístico que se pretende una aséptica denuncia de las prácticas pedófilas entre el clero católico, a través de la recreación de una investigación periodística en la diócesis de Boston. La película tiene una apariencia tan «neutral» que ha sido aplaudida desde el catolicismo zombi; pero está llena de insidias, que incluyen la configuración seráfica de personajes (¡ni uno sólo de los periodistas profesa ni un miligramo de inquina a la Iglesia!) y giros argumentales muy calculadamente aviesos, como la intervención de un «experto» que asegura que una cuarta parte de los sacerdotes son siempre, por fatalismo estadístico, pederastas. Por lo demás, Spotlight no establece (¡oh sorpresa!) ninguna conexión entre pederastia y homosexualidad, ni señala que en muchas diócesis americanas hubo obispos felones que, para hacer camarilla, rechazaban sistemáticamente a todo seminarista que ofreciese el más mínimo indicio de virilidad.
No negaremos que entre las películas nominadas hubiese algunas meritorias. El renacido, como todo el cine de Iñárritu, es más bien inane y pinturera, pero los escenarios naturales, el empleo de objetivos gran angular y la constante introducción de planos envolventes al más puro estilo Terrence Mallick logran tapizar de grandiosidad una película medianeja (que, además, Richard C. Sarafian ya nos había contado en El hombre de una tierra salvaje, aunque allí el perdón se alzase victorioso sobre la venganza); en cuanto a Leonardo DiCaprio, se tira toda la película arrastrándose y emitiendo gruñidos, lo cual no acabó de parecernos razón cabal para premiarlo.
Pero lo mejor de la cosecha son La habitación y Brooklyn, dos películas que acaban de estrenarse en España. La habitación es, en su desolada sencillez, una película notable, aunque no exenta de trampas, que nos conmueve y sobrecoge tanto por las truculencias que oculta como por las delicadezas que muestra; y está magníficamente interpretada. Pero si tuviéramos que quedarnos, entre tanta morralla de ocasión, con un título que nos haya interpelado tendríamos que resaltar Brooklyn, una obra de apariencia sencilla y convencional de la que emerge, cuando más instalada parecía en cierta placidez sin conflicto, un vivísimo dilema moral y humano de los que el cine ya no sabe plantear, porque ha perdido el sentido de lo humano, para convertirse en instrumento de ingeniería social o (en el más benigno de los casos) en entretenimiento idiotizante. Brooklyn nos devuelve el perfume del cine clásico que aspira a alumbrar la verdad humana; y consagra a una actriz superdotada, la irlandesa Saoirse Ronan.
Y ni siquiera pretende corregir nuestras opiniones para «depurar» nuestras costumbres, como reza la consigna del mundialismo que Hollywood ha hecho suya.
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