El domingo pasado, segundo domingo de Cuaresma, la lectura del Evangelio nos llevó hasta el monte Tabor, al momento de la Transfiguración. Momento único en que Cristo desea decir algo más sobre sí mismo a aquellos apóstoles elegidos y preferidos, los mismos que le iban a acompañar como testigos después en el huerto de los Olivos, donde comienza su pasión. Ante la pasión que se acerca, ante Getsemaní y el Calvario, y en testimonio de la futura resurrección, oímos la voz del cielo que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Esa voz nos hace conocer que en Él y por Él se encierra la nueva y definitiva Alianza con el hombre, el cumplimiento de las promesas de Dios, la presencia irrevocable de la plenitud de su amor.
¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. Ni su razón, ni su conciencia. ¿Qué significa escuchar a Cristo? Toda la Iglesia, cada uno de los cristianos, debemos dar siempre una respuesta a esta pregunta en las condiciones culturales, sociales, económicas y políticas que cambian. Debemos dar esa respuesta auténtica si no queremos correr el riesgo de comportarnos como enemigos de la Cruz de Cristo. La respuesta debe ser auténtica y sincera.
Se trata de escuchar a Cristo en quien hemos conocido el amor que es Dios. Escuchar a Cristo en quien vemos y palpamos que Dios no ha permanecido indiferente a la suerte del hombre porque, Dios verdadero de Dios verdadero, Cristo, ha dado su vida por nosotros. Se trata de escuchar a Cristo que ha descendido a nuestra pobreza y nuestra menesterosidad, que ha entregado su propia vida, que ha venido a sanar a los enfermos y traer consuelo a los corazones desgarrados y afligidos. Escuchar a Cristo que se ha identificado con los pobres, con los que sufren, con los que pasan hambre y sed, con los que no tienen techo o están privados de libertad. Se trata de escuchar a Cristo, que como el buen samaritano, se acerca al hombre caído, malherido, marginado, tirado en la cuneta, olvidado de los hombres, para curarlo y llevarlo donde hay calor y cobijo de hogar. Se trata de escuchar a Cristo que nos ha manifestado y dicho que Dios es amor, y que quien permanece en el amor permanece en Dios, en su gloria. Escuchar a Cristo para servirle orientando al mundo hacia el Reino definitivo de su Salvador. Escuchar a Cristo para evangelizar, decir lo que le hemos escuchado a Él, lo que en Él hemos visto, lo que de Él hemos palpado.
La Iglesia no tiene otra palabra, ni otra riqueza, ni otra fuerza que “Cristo”: pero ésta ni la puede olvidar, ni la quiere ni debe silenciar, ni la dejará morir. Porque, con Él, ha apostado enteramente y sin condiciones ni intereses extraños, por el hombre. Esa es la palabra y la riqueza de la Iglesia, de los cristianos, y hemos de ofrecerla con tanta sencillez como transparencia, sabedores por la propia experiencia de que es un bien inestimable para la vida de las personas. Esta experiencia vivida de Jesucristo, Redentor, es un don, una gracia, y por eso sólo puede ofrecerse humildemente como un gesto de amistad. No se impone, se muestra. Se ofrece como una invitación a la libertad. Tiene como métodos propios de comunicación el testimonio y el diálogo; y como criterio: el amor y la misericordia. Busca en todas las circunstancias el bien integral de la persona, y trata de cooperar lealmente con todos en el esfuerzo por el bien común. Estos métodos separan al cristianismo de las ideologías; con ellos puede el cristianismo ofrecer una auténtica novedad a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Así, anunciar a Cristo, testificar a Cristo, es el mejor y mayor servicio de la Iglesia a los hombres. Anunciar a Cristo, ser testigos de Dios vivo, no es “sacralizar” ni “dominar” el mundo: es servirle y dar a Aquel que es la Buena Noticia para los pobres y que nos hace libres y hermanos, porque es el Hijo único de Dios hecho hombre. Se trata de ser coherentes hoy con la fe y con la experiencia de Jesucristo que es paz y esperanza para todos. Lo que los cristianos, la Iglesia han de hacer y pueden ofrecer a los hombres de la Europa, o de la España, de hoy, como en todos los tiempos y lugares, es Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo. Hacia Él únicamente se ha de orientar el espíritu de los cristianos. Él es la única dirección de su voluntad y de su corazón. Hacia Él siempre, y específicamente en nuestro tiempo, ha de volver su mirada.
La Iglesia vive de la certeza, clara y apasionada, de que ella “ha de ofrecer el bien más precioso que nadie más puede darle: la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda, don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos, y que todavía hoy y en el futuro puede ser –será– una aportación esencial a su desarrollo e integración. Sí, después de veinte siglos, la Iglesia se presenta al principio del tercer milenio con el mismo anuncio de siempre, que es su único tesoro: Jesucristo es el Señor; en Él, y en ningún otro, podemos salvarnos. La fuente de la esperanza para el mundo entero es Cristo, y la Iglesia es el canal a través del cual se difunde la ola de gracia que fluye del corazón traspasado del Redentor” (San Juan Pablo II, EE, 18).
Si quiere la Iglesia –y ciertamente debe– servir a una nueva sociedad, si quiere ayudarla a reconstruirse a sí misma, revitalizando las raíces que le han dado su origen, es preciso que vuelva con renovado vigor a Jesucristo, a escuchar a Jesucristo, a obedecerle y seguirle, que reavive la experiencia de Jesucristo, que profundice en su conversión a Cristo y en la escucha de su palabra, y que anuncie esta Palabra y llame a la conversión a todos sus miembros e instituciones. Somos nosotros, los cristianos, en primer lugar los que tenemos necesidad de escuchar a Cristo, el Hijo amado, y convertirnos a Él. Es lo más santo, lo más sagrado en sí y para nosotros; y por eso lo ofrecemos, no lo imponemos. Lo anunciamos y testificamos con sumo respeto a otras convicciones; pero exigimos el respeto a las nuestras. Sí, exigimos ese mismo respeto a las nuestras. Sin el respeto a lo que es lo más santo para los otros no hay paz verdadera ni auténtica convivencia.