Cuando Moisés, fascinado por la zarza ardiente, se acercó hasta ella y vio que ardía sin consumirse, escuchó de Dios esta advertencia: “No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3,5). Lo sagrado es el ámbito de Dios, lo profano es el ámbito de la criatura, donde vive el hombre. Pero Dios tiene enorme interés por acercarse al hombre, lo ha creado para hacerle partícipe de su vida divina, para hacerle partícipe de su gloria. Dios es amigo del hombre, nunca su rival.
Entrar en el ámbito de Dios está por encima de la capacidad del hombre. No sólo por la distancia infinita del Creador con la criatura, sino porque además esta criatura ha roto con Dios por el pecado, y no puede salir de esa situación, no puede remontarse hasta Dios. He aquí la mayor desgracia del corazón humano: se aleja de Dios, rompe con Dios y ya no puede volver por sus propias fuerzas. Entra en el camino de la perdición, se aísla de la salvación, anticipa el infierno en su vida. Si se obstina en esta dirección, se perderá para siempre, su vida será un fracaso total, irremediable, interminable y para siempre.
Pero no. Dios ha roto esa distancia, ha salido al encuentro del hombre de múltiples maneras ofreciéndole la salvación Y ha salido al encuentro del hombre, sobre todo, en su Hijo Jesucristo. En estos días de cuaresma, en este año de la misericordia, Dios busca al hombre especialmente, Dios quiere tener un encuentro con cada uno de nosotros. Para decirnos nuevamente su amor, para brindarnos otra vez su perdón, aunque la restauración de su imagen en nosotros lleve consigo la penitencia de un camino doloroso, que conduce al gozo de la Pascua.
Es lo que ha hecho Jesús. Ha ido en busca de la oveja perdida, ha recorrido los caminos del hijo pródigo, caminos de perdición y alejamiento de Dios y de los hermanos, para cargar sobre sus hombros esa oveja perdida, ese hijo pródigo que antes o después se da cuenta de que, como en casa de su Padre, en ningún sitio. Sería imposible volver a la casa del Padre si Jesús no hubiera venido a nuestro encuentro, recorriendo caminos de pasión y de cruz hasta encontrar al hombre perdido y aturdido por el pecado y sus consecuencias. Cuando el hombre se aparta de Dios, pierde el norte y ya ni siquiera es capaz de ser justo con sus hermanos.
“Este es el día del Señor, este es el tiempo de la misericordia”, cantamos en este tiempo de cuaresma que nos prepara para la Pascua. La paciencia del Señor es infinita, y espera, espera a que nos volvamos a Él. Por eso, en el evangelio de este domingo vemos la paciencia del viñador ante aquella higuera, que llevaba varios años sin dar fruto: “Déjala todavía este año…” (Lc 13,8). Dios espera nuestra conversión y nos pone los medios para dar fruto. No los despreciemos. En este tiempo escuchamos la Palabra de Dios más abundante, nos acercamos al sacramento del perdón y a la Eucaristía que nos alimenta, nos ejercitamos en las obras de misericordia con los hermanos que sufren o están necesitados. Todo ello dará su fruto en su momento.
Hemos de ser misioneros, es decir, ir al encuentro de tantos hermanos alejados de Dios para hacerles la propuesta de la salvación que sólo Dios puede dar. No se trata solamente de crecer uno mismo. Uno no puede crecer, si no se preocupa por los demás, si no le hierve la sangre al ver que otros no participan de los dones de la Casa de Dios. El cristiano no se preocupa sólo de su propia salvación, porque uno no se salva aisladamente, sino formando un cuerpo en el que todo él va saneándose progresivamente.
Volver a Dios, volver a Dios haciendo penitencia por los propios pecados y por los del pueblo, hacer penitencia por los pecadores. Es lo que la piedad popular expresa de tantas maneras en las estaciones de penitencia de estos días cuaresmales y lo que las fiestas de gloria por pascua florida nos traen año tras año.
“El sitio que pisas es terreno sagrado”. Entra de la mano de Jesús y de su Madre en el ámbito de lo sagrado, y Dios te colmará de sus dones en este tiempo santo.