Nos encontramos en una situación o coyuntura crucial en nuestra historia de España. Situación en la que todos nos sentimos llamados a colaborar con nuestra aportación propia. Las fuerzas sociales, políticas, económicas, culturales y religiosas están llamadas a contribuir a encontrar entre todos las soluciones mejores. Se habla de que nos hallamos en una nueva transición. No lo sé. Pero lo cierto es que aquella transición fue ejemplar y los resultados ahí los tenemos: instauración de la democracia, una nueva Constitución de todos, una larga etapa de desarrollo y progreso, de convivencia y de paz como no la habíamos tenido en nuestra historia. Ahora también, superando intereses de grupo o de personas, pensando únicamente en el bien común que se llama España, hemos de colaborar, todos juntos, en la solución de sus problemas. La Iglesia, en aquel entonces, jugó un papel decisivo que nadie le puede negar sin el que no hubiese sido posible aquella transición ejemplar y modelo para muchos fuera de España. La Iglesia, la jerarquía episcopal española, con hombres como el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, o D. Marcelo Gonzáles al frente, ofrecieron cuanto tenían y eran: el Evangelio de la paz y de la reconciliación, ser Iglesia no mezclada ni identificada con ninguna fuerza política o social, siendo de todos, con todos y para todos, independiente, buscó la unidad y colaboró en esa edifi cación de la unidad entre todos para un proyecto común. Venía de la renovación conciliar plenamente aceptada y asumida y se sentía solidaria de los gozos y esperanzas del pueblo con el que se identifi caba, desde la fe recibida que constituía su patrimonio y su fundamento único. Defendió la libertad religiosa, las verdaderas libertades, los derechos humanos. Apostó claramente por la persona y el bien común, inseparable de la persona. La cuestión de la persona, del hombre, de la historia, de la verdad, inseparable de la libertad, de la esperanza. De la confianza, del amor, de la vida, de la dignidad de la persona, de la familia, del bien común, y, sobre todo, de la fe cristiana fue una aportación muy decisiva de la Iglesia en aquellos momentos; como lo fue también la aportación del que fuera cardenal de Cracovia, después Juan Pablo II para todos los países del este bajo el poder o influjo soviético.

Hoy también la Iglesia, desde su identidad más propia de ser Iglesia de Jesucristo, salvador y esperanza del mundo, dando testimonio del Evangelio y renovada interiormente por su incesante adhesión al Evangelio, se siente llamada a aportar lo que es, sencillamente Iglesia, sin poder, sin oro ni pata, humilde y sencilla, pobre y despojada de lo que le estorba para seguir a su Señor, y ofrecer el mismo signo que dio Jesús de sí mismo a los discípulos del bautista: «Los pobres son evangelizados»; ahí está su Exhortación o instrucción sobre la Iglesia a los pobres y tantos otros signos que la acreditan como servidora de los pobres, servidora del hombre malherido y desojado como aquel de la parábola del samaritano.

Compartiendo el dramatismo de nuestro tiempo y la situación en la que España se halla sumergida, vive esta hora consciente de que sólo se devolverá a la Iglesia toda su vitalidad y capacidad de ofrecer el Evangelio de la gracia, de la caridad y de la misericordia, toda su capacidad de servicio a la persona y al bien común si se ve sumergida en la experiencia de fe, en la experiencia teologal, si los cristianos, de verdad y con todo nuestro corazón, volvemos a Dios, si le devolvemos el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre. Nuestra tarea, como Iglesia, ahora consiste ante todo en sacra nuevamente a la luz la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe –cuando lo hemos ocultado por el laicismo o secularización dominante de nuestra cultura, que nos incumbe, nos quiere, nos acompaña, se ocupa de nosotros en su infinita misericordia. Un Dios que vemos y palpamos en el rostro humano de Jesús, al que la Iglesia debe mostrar en todo y ayudar a tocar por nuestros contemporáneos. La Iglesia, con renovado vigor, firme convicción y sin derrotismo alguno, sin ningún poder y sin «ninguna alforja», ha de seguir sosteniendo en este momento histórico la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar ni aportar nada decisivo en la actual coyuntura y siempre. La Iglesia, atenta a tantas indigencias, solidaria con los hombres, no puede dejar de estar atenta a tantas heridas y sufrimientos que afligen hoy a los hombres y a nuestra sociedad, aquí en España, y por ello no puede dejar de atender y curar su indigencia y herida fundamental: la ausencia y el olvido de Dios. Por ello su principal aportación ha de ser ofrecer a los hombres el anuncio y el testimonio de Dios vivo, en el rostro humano de Jesús, su Hijo muy amado, vivido en la caridad y en la misericordia con obras y signos concretos.

Es la hora de la Iglesia, la hora de una nueva evangelización, la hora de ser verdaderamente Iglesia, que refleja la ternura de Dios, el regazo y casa de Dios donde nadie se sienta excluido. Es el mensaje de los Obispos españoles en su Plan pastoral para los próximos años, y es, sobre todo, el gran mensaje que nos ofrece el Papa Francisco –elegido por Dios, no lo olvidemos–, especialmente hecho presente estos días atrás en México. La Iglesia ha de transparentar a Dios, en su ternura y misericordia sin límites: ésta es su gran aportación.

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