Me refiero a España, aunque esta situación se podría extender a otros países, pero el nuestro bate récords para lo bueno y lo malo. Posiblemente no hay otro estado en el mundo, con la mayoría social cristiana que todavía se manifiesta en nuestra querida Celtiberia, cuyo Parlamento destaque por la llamativa ausencia de católicos, no sólo confesos o culturales, sino ejercientes en dar algo de juego en el testimonio público y que le partan la cara por defender una serie de principios. Una enorme esquizofrenia que deberían analizar los sociólogos...
Si repasamos la bancada del Congreso a izquierda y derecha se hace difícil señalar un solo político que pueda levantar algo la voz ante el aborto, la ideología de género o los principios no negociables propuestos por Benedicto XVI.
Algunos, incluso, pueden ser muy aplicados en cumplir ciertas prácticas de piedad, pero ni están ni se les espera en ser la voz de los millones de españoles que tenemos una cosmovisión determinada de la vida. Estamos huérfanos políticamente. Hasta los okupas tienen más representantes parlamentarios que nosotros.
Esto no pasa ni en Estados Unidos, ni Italia, ni Francia, ni Alemania, ni Austria, Polonia, Irlanda, Reino Unido, Hungría, Croacia, Eslovenía... Los católicos paquistaníes, en un país de mayoría musulmana, están más representados políticamente que aquí. Increíble.
¿Qué nos pasa? ¿Por qué los católicos en España estamos fuera de la vida pública? ¿Cuál es la causa de no pintar nada en el areópago de los políticos?
No pretendo agotar las respuestas, ni hacer un mamotreto que canse al personal. Solo unas pocas reflexiones a modo de brochazos:
Los católicos españoles, en general, estamos igual que los apóstoles tras ser crucificado Cristo. Muertos de miedo, encerrados en nuestras casas y seguridades. Sin levantar la voz. Incómodos por no recibir el aplauso o el calor del mundo y con precaución ante lo que pueda venir... En definitiva, sin pasión ni libertad para ofrecer nada nuevo que regenere la vida pública. A lo sumo, solo quejas amargas...
... y de las buenas ideas y estratégias que se lanzan en las reuniones importantes... pero sin reconocer nuestra debilidad e incapacidad, que la tenemos, no es posible hacer un proyecto de gran envergadura que aporte al bien común.
Si los católicos que quieren ir a la política, y que ahora están encerrados en el Cenáculo, no ponen como protagonista de ese proyecto a Jesús, es mejor que no pierdan el tiempo.
Si no se reclama que el Espíritu Santo baje sobre nuestras cabezas y sea Él quién dé la fuerza y la pasión para salir al areópago, poco se puede hacer...
Hay que reconocerlo: somos humanos y, por lo tanto, limitados. La pasión de los apóstoles por evangelizar no nació de sus grandes dotes personales, sino de la gracia del Espíritu Santo que les fue derramada y con ello salieron con un fuego interior que les permitió predicar el kerygma sin miedo ni prevenciones humanas.
Han pasado 21 siglos desde entonces, pero en España, los católicos de ahora seguimos bajo el síndrome del Cenáculo.
Los católicos nos empeñamos en conquistar la política... y ese es el gran error. El combate político no se puede ganar sin antes haber conquistado la cultura.
La izquierda lo sabe muy bien tras leer a Antonio Gramsci, el ideólogo del legendario PCI (Partido Comunista Italiano) que repetía por activa y pasiva que para conquistar el poder primero hay que ganar la batalla cultural.
Conquistar la prensa, la televisión, el cine, el mundo editorial... agitar el árbol de la opinión pública, y los votos caerán como fruta madura.
Eso es lo que decía Gramsci y nuestros queridos zurdos lo han aplicado con rigor en los últimos 40 años en España. Por eso se han mantenido en el poder sin problema. En ocasiones se han visto desalojados del Gobierno, pero el poder no lo han perdido. Y así han ido cumplido su hoja de ruta (aborto, matrimonio homosexual, ideología de género...) teniendo la certeza de que los políticos del PP, tan pendientes ellos de los estudios demoscópicos, no revocarían ni una sola ley de las llamada "sociales"... y así ha sido.
Aunque se resiste, la vieja política ya está muerta. Todavía tendrá sus tardes de gloria, pero ya es pasado. La nueva política se va a imponer.
Y, ¿qué es la vieja política? Sobre todo la partitocracia. La falta de democracia interna, el dedazo como modelo de partido... en definitiva, el poder de una reducida cúpula que pretende acaparar todo el control de la organización sin contar con la voz de los militantes.
Esto es lo antiguo. Los católicos que quieran lanzarse a la aventura de un nuevo proyecto de partido deben contar que el modelo actual de organización política está agotado, finiquitado... muerto.
La única posibilidad de entusiasmar a la gente y hacer que el ciudadano sienta un proyecto como propio es dándole voz, dejándole participar. Un ciudadano, un voto. También en un partido político. Nada de delegados ni avales...
En este sentido algo hay que aprender de los círculos de participación de Podemos, que se construyen de abajo a arriba; de la base a la cúpula, y tiene una jerarquía matizada por la voz de los militantes...
Lo mismo pasa en Estados Unidos con el Partido Repúblicano y el Demócrata. Hay tanta democracia interna que unos versos sueltos como Donald Trump o Bernie Sanders pueden hacerse con la denominación por sus respectivos partidos a pesar de contar con la oposición frontal de los mandamases de la maquinaria electoral.
Alguno podría objetar: ¿Hombre, es que si se da tanta libertad interna en una organización política podría descafeinarse el propio ideario? Y es verdad. Pero una organización cerrada y partitocrática como las actuales (PP o PSOE) no garantiza que el adn fundacional se mantenga intacto, sino todo lo contrario. Mejor apostar por el riesgo de la libertad que por estructuras cerradas...
¿Qué debemos hacer los católicos para pintar algo en política? Si me permites una recomendación: hacer caso a Gramsci. Ganemos primero la batalla cultural y los votos se darán por añadidura.
Álex Rosal es director de Religión en Libertad
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