Durante su reunión anual en noviembre del año pasado, una masa crítica de obispos católicos de Estados Unidos reconoció que la elección de Joe Biden a la presidencia había llevado a la Iglesia a un punto crítico.
El presidente electo ha hablado durante mucho tiempo, y con evidente sinceridad, del modo en que su fe católica le había sostenido en momentos de gran sufrimiento, incluyendo la muerte de su primera esposa y de su hijo. Asistía regularmente a misa y era famoso por presumir de llevar su rosario consigo. En su campaña de 2020, ha citado al Papa Francisco, ha hablado a menudo de su afecto por las religiosas y ha invocado la doctrina social de la Iglesia como fuente de sus posiciones políticas.
Sin embargo, a lo largo de su carrera en el Senado y en sus ocho años como vicepresidente, Biden se ha convertido en un defensor cada vez más acérrimo de la interpretación más extrema del régimen del aborto impuesto al país por la sentencia Roe v. Wade de 1973, reforzada por la sentencia Planned Parenthood v. Casey de 1992.
Ha sido un gran defensor de la sentencia Obergefell v. Hodges y del "matrimonio gay" (él mismo ofició una ceremonia de este tipo cuando era vicepresidente). No ha habido ninguna distancia visible entre, por un lado, sus posiciones políticas recientes y, por el otro, las de los defensores más agresivos del colectivo LGBT y la "teoría de género". Además, parecía no ser consciente de las amenazas que todo esto suponía para la libertad religiosa de las instituciones católicas y los derechos de conciencia de los católicos en la sanidad, la educación y otros ámbitos.
Durante la campaña de las primarias de 2020, llegó a decir que, como presidente, anularía la exención del mandato anticonceptivo del Obamacare (que incluía algunos abortivos) que la administración saliente había concedido a las Hermanitas de los Pobres, que se negaban a incluir anticonceptivos y abortivos en la cobertura del seguro médico de sus empleados.
En la reunión de la Conferencia Episcopal estadounidense de noviembre se llegó a un punto de inflexión descrito posteriormente por un obispo como un "consenso atronador"; otro obispo dijo que la reunión concluyó con un "mandato fuerte y claro" para actuar. ¿Qué hacer entonces?
El presidente de la Conferencia Episcopal estadounidense, el arzobispo José Gómez, de Los Ángeles, decidió nombrar un grupo de trabajo para llevar adelante las relaciones con la nueva administración, que propondría un plan de acción a la luz de este desafío sin precedentes para la coherencia sacramental y moral de la Iglesia. El grupo de trabajo estaría presidido por el vicepresidente de la Conferencia Episcopal, el arzobispo Allen Vigneron, de Detroit; entre sus obispos miembros estarían los presidentes de las comisiones permanentes de la conferencia episcopal; y haría sus recomendaciones al presidente de la conferencia, monseñor Gómez, lo antes posible.
En dos reuniones el grupo de trabajo llegó rápidamente a un consenso y formuló sus recomendaciones al arzobispo Gómez. Tal y como informó posteriormente Gómez a los obispos, el grupo de trabajo había propuesto dos iniciativas.
La primera sería una carta dirigida al nuevo presidente por el arzobispo Gómez, escrita como pastor. La carta prometería apoyo a la nueva administración en los puntos de acuerdo. También identificaría las políticas de la administración, incluyendo el aborto, que los obispos consideran que violan la dignidad humana, e instaría al nuevo presidente a replantearse sus posiciones sobre estas cuestiones. La segunda iniciativa propuesta por el grupo de trabajo fue la elaboración de una declaración de la Conferencia sobre la coherencia eucarística de la Iglesia.
Esto último está por desarrollar -y será desarrollado-, pero el arzobispo Gómez está de acuerdo con la recomendación del grupo de trabajo de que se lleve a cabo un acercamiento al nuevo presidente lo antes posible. En lugar de una carta, Gomez optó por emitir una declaración pública el día de la toma de posesión de Biden.
Sin embargo, el día antes de la toma de posesión, el cardenal Blase Cupich, de Chicago, y el cardenal Joseph Tobin, de Newark, presionaron con fuerza al arzobispo Gómez para que no hiciera ninguna declaración; lo mismo hizo el nuncio apostólico en Estados Unidos, el arzobispo Christophe Pierre. El arzobispo Gomez resistió a esas presiones y planeó publicar su declaración a las 9 de la mañana del día de la toma de posesión, tres horas antes de que el nuevo presidente jurara su cargo. Entonces intervino la secretaría de Estado de la Santa Sede, exigiendo que se retrasara la publicación de la declaración.
La interpretación caritativa que se puede a dar a esta injerencia sin precedentes en la acción propuesta por una conferencia nacional de obispos es que reflejaba la preocupación del Vaticano por que la primera declaración católica sobre el nuevo presidente viniera del propio Papa (como ocurrió poco después del mediodía del 20 de enero, en un anodino mensaje de felicitación). También podría especularse, no sin razón, de que algunos de los que habían intentado silenciar al arzobispo Gómez hicieron gestiones ante el Vaticano, y tal vez ante el propio Papa Francisco.
En un artículo publicado en internet en America [revista jesuita], un funcionario del Vaticano no identificado dijo que la Santa Sede no había estado al tanto de la declaración inminente del arzobispo Gómez hasta horas antes de la publicación prevista de la declaración. ¿Quién, puede uno preguntarse, causó inquietud entre los funcionarios romanos en el último momento e instó al Vaticano a intervenir en los asuntos públicos estadounidenses? ¿Nadie, a uno u otro lado del Atlántico, consideró que esa injerencia es precisamente de lo que habían advertido siglos de viejas leyendas negras protestantes (por no hablar de las caricaturas de Thomas Nast)? ¿Habría intentado la Santa Sede anular o retrasar la publicación de una declaración del presidente de la conferencia episcopal alemana (algunas de cuyas recientes declaraciones públicas no han demostrado estar familiarizadas con las cuestiones establecidas de la doctrina y la práctica católica)? ¿Por qué el nuevo ultramontanismo sólo se aplica a Estados Unidos?
Estas son cuestiones interesantes para el futuro.
En cualquier caso, la declaración del arzobispo Gómez se publicó poco después de que el presidente Biden terminara su discurso de investidura. Era claramente una declaración pastoral, no un manifiesto político. Su tono era totalmente respetuoso y carente de clericalismo. Reconocía la renovación del nuevo presidente y expresaba públicamente su piedad en "una época de creciente y agresivo secularismo en la cultura estadounidense". Se comprometía a trabajar con la administración entrante en temas que los obispos habían destacado en la edición más reciente de su guía, Forming Consciences for Faithful Citizenship [Formando la conciencia para ser ciudadanos fieles], como la política de inmigración, la reforma de la justicia penal, la lucha contra el racismo y el empoderamiento de los pobres. Acogía con satisfacción "el llamamiento del presidente Biden a la reconciliación y la unidad nacional" y proponía un diálogo con el nuevo presidente y la administración sobre los pasos que hay que llevar a cabo para construir una cultura de la vida en Estados Unidos.
Y la declaración destacaba adecuadamente la singular gravedad moral de las cuestiones relativas a la vida, subrayando que la licencia para abortar "no es solo un asunto privado, [sino que] plantea cuestiones preocupantes y fundamentales de fraternidad, solidaridad e inclusión en la comunidad humana." Así, escribe el arzobispo Gómez, la cuestión del aborto "es un asunto de justicia social", ya que los estadounidenses "no pueden ignorar la realidad de que las tasas de aborto son más altas entre los pobres y las minorías, y que el procedimiento se utiliza regularmente para eliminar niños que nacerían con discapacidades".
Según cualquier criterio razonable, la declaración del arzobispo Gómez fue equilibrada y mesurada; de no ser por la controversia que estalló antes y después de su publicación, algunos probablemente habrían argumentado que era demasiado equilibrada y demasiado mesurada. La controversia, sin embargo, subrayó la postura firme, clara e inequívoca de la declaración sobre la "prioridad preeminente" de las cuestiones relativas a la vida, y, por tanto, aumentó el impacto de aquellas partes de la declaración que los cardenales disidentes encontraron tan objetables que intentaron anular todo el documento.
Más tarde, el día de la toma de posesión, el cardenal Cupich emitió una declaración, seguida de una serie de tuits, en los que deploraba la declaración del arzobispo Gómez por considerarla "poco meditada", una "sorpresa para muchos obispos" y el resultado de "fallos institucionales internos" por parte de la Conferencia Episcopal estadounidense. No está claro si estos duros juicios reflejan la opinión tanto de Roma como de Chicago. En cualquier caso, no resistirían un análisis cuidadoso.
La sugerencia de que el arzobispo Gómez estaba actuando, de alguna manera, independientemente de la conferencia episcopal y, por ende, de forma irresponsable, es en sí misma injusta e irresponsable. La declaración del arzobispo se elaboró en respuesta a las recomendaciones del grupo de trabajo que había nombrado en noviembre. Esas recomendaciones reflejaban, a su vez, el amplio consenso entre los obispos mostrado en su reunión de noviembre.
Además, al identificar los puntos de acuerdo y desacuerdo con la administración entrante, la declaración no iba más allá de lo que la Conferencia Episcopal estadounidense había dicho durante años, incluso décadas. Sugerir que había sido una acción sin precedentes es falsificar la historia. Lo que sí era inédito, como señaló el arzobispo Gómez en su declaración, era la situación de un presidente de Estados Unidos que profesaba un catolicismo devoto y sincero y que, sin embargo, se comprometía públicamente a facilitar graves males morales. No reconocer ese hecho, y no abordarlo con el nuevo presidente, habría costado mucho a los obispos en cuanto a su propia autoestima y su credibilidad pública.
Ningún obispo que haya asistido a la reunión de la Conferencia Episcopal de noviembre y haya escuchado atentamente las preocupaciones expresadas allí debería haberse sorprendido por el contenido de la declaración del arzobispo Gómez. La declaración reflejaba con bastante precisión los temas dominantes de esa reunión.
Hay muchas cuestiones morales graves en el debate político público contemporáneo, pero las cuestiones relativas a la vida, como ha insistido el propio Papa Francisco, tienen prioridad porque afectan a cuestiones básicas de la dignidad humana y los primeros principios de la justicia. Algunos pueden sorprenderse de que el arzobispo Gómez haya tenido el valor de escribir tan directamente al presidente Biden, y hacerlo después de haber sido presionado por dos cardenales; pero tal sorpresa delata una ignorancia del hombre. El arzobispo Gómez es una persona tranquila y gentil que no busca el protagonismo; no es un tuitero empedernido; no es conflictivo. Pero, sobre todo, es un hombre de profunda fe y sólida piedad, que en noviembre comprendió que se había llegado a un punto de inflexión y que la credibilidad evangélica de la Iglesia estaba en juego por ello. Ofreció un perfil de valentía episcopal en un momento en el que otros -los verdaderos atípicos en este drama- exigían (uno espera que sin reconocer la analogía) una repetición del enfoque acomodaticio de los funcionarios públicos católicos defendido durante mucho tiempo por Theodore McCarrick, sobre todo durante las elecciones de 2004.
En los últimos meses, los obispos estadounidenses, incluyendo prácticamente a toda la cúpula episcopal de la conferencia, han manifestado su acuerdo en una cosa: mantener una falsa fachada de unidad episcopal no merece el sacrificio de las verdades que la Iglesia debe decir. Estas incluyen la verdad sobre la propia integridad sacramental de la Iglesia y la coherencia eucarística; las verdades sobre la dignidad y el valor inalienables de toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; la verdad sobre la libertad religiosa en su totalidad y los derechos de conciencia de aquellos que se niegan a actuar contra la dignidad humana; y la verdad sobre la preocupación de la Iglesia por la salud espiritual de los funcionarios públicos católicos que, sea cual sea el grado de culpabilidad subjetiva, facilitan sin embargo graves males morales.
En su a menudo conmovedor discurso inaugural, el presidente Biden nos llamó a "poner fin a esta guerra civil que enfrenta a rojos y azules" y declaró su creencia de que "podemos hacerlo si abrimos nuestras almas en lugar de endurecer nuestros corazones". Dudo que el arzobispo José Gómez haya recibido una copia anticipada del discurso del presidente. Pero, providencialmente, su declaración en el día de la toma de posesión fue una invitación del pastor al presidente Biden para que hiciera precisamente eso: abrir su alma a la plenitud de la verdad católica. El arzobispo merece un gran crédito por haber tenido el valor de hacerlo, al igual que los muchos, muchos cardenales y obispos que lo apoyaron, y que seguirán trabajando para convertir este punto de inflexión en un momento de renovación católica evangélica, sin importar lo que cueste.
Publicado en First Things.
Traducción de Elena Faccia Serrano.
Si quiere puede recibir las mejores noticias de ReL directamente en su móvil a través de WhatsApp AQUÍ o de Telegram AQUÍ