Esta sencilla pregunta ha curado a muchas mujeres, madrileñas y de otras ciudades. Se consideraban “enfermas”, en el sentido más amplio de la palabra. Necesitadas de “atención sanitaria” para terminar con un problema que sentían dentro de su corazón. Y lo sentían de modo muy confuso, como una alegría y un temor, una buena noticia y un ¿y ahora qué? Buscaban un camino para solucionar el problema, y les habían ofrecido uno, cercano al “pensamiento” y sentido común. Poco les habían dicho sobre los efectos secundarios de esa intervención, término muy común también en el campo tecnológico.
¿Te puedo ayudar? ¿Quién rechaza una ayuda, sobre todo cuando es sincera, ofrecida con cariño y respeto? Gracias a esta pregunta, muchas mujeres, que estaban barruntando una terrible salida, la “salida final” para su hijo, que sólo veían esa oscura puerta para seguir caminando en su vida, vieron encenderse una luz. Y en el fondo de su corazón, era la luz que deseaban y no podían alcanzar, cuando llenas de confusión se acercaron a una “clínica” abortista. ¿Te puedo ayudar? Es la voz de una rescatadora, que rescató a madre e hijo, iluminando con su linterna a otra puerta, a otra salida.
No quiero hablar del aborto, que sigue siendo un problema muy serio para mujeres, para adolescentes, para niños y niñas que han destrozado su vida, han cometido un error del que se siguen lamentando, y ronda en su interior como los espíritus del castillo en el que se han producido crímenes horrendos.
Quiero fijarme en esas tres palabras, tan sencillas pero tan profundas, con un potencial vivificador semejante a la reacción en cadena de la bomba atómica. Tres palabras que cambian, como mínimo, dos vidas, también cuando no van dirigidas a una mujer embarazada. Detrás de esa pregunta hay un deseo sincero de ayudar a esa otra persona, ese ser que reconozco semejante a mí, tan maravilloso como yo, y que necesita ayuda, también como yo, en muchas ocasiones.
¿Te puedo ayudar? Es una pregunta, una petición, un ofrecimiento que lleva consigo el aprecio y el respeto al que está frente a mí. Respetar, según dicen los filólogos, viene del verbo mirar (miramos el aspecto, el rostro del otro), y el prefijo de repetición e intensidad “re”.
Respetamos cuando miramos al rostro del otro, a ese aspecto que nos revela su humanidad, su dignidad, y repetimos la acción, le volvemos a mirar, nos fijamos. Fruto de ese re – mirar, le ofrecemos nuestra ayuda, le tendemos la mano, y esperamos, de buena fe, que el otro la reciba.
¿Y si no nos recibe, si no quiere recibir nuestra ayuda? El que ofrece sinceramente una ayuda también acepta, aunque sea con pena, que el otro no se deje ayudar. No invade, no atosiga, no fuerza, sino ofrece, presenta, regala. Es la grandeza del amor, que quiere al otro como es, es su individualidad y sus circunstancias, en su profunda libertad.
La pregunta, centrada en el otro, tiene un efecto boomerang maravilloso: cuando ayudas a otro te ayudas a ti, haciéndote mejor persona, mejor hombre o mujer. El ser humano crece amando y siendo amado. Con esta base cambian incluso los conflictos laborales, profesionales, económicos, políticos.
¿Te puedo ayudar…? A construir juntos la familia, el entorno de trabajo, el funcionamiento de esta empresa, privada o pública, la buena marcha de esta institución, educativa, social, de gobierno. No se trata de dar al otro cualquier cosa que pida, acríticamente y sin criterio, sino de caminar juntos hacia el bien común, ese bien centrado, no en todas las personas (una generalización abstracta que muchas veces encierra un egoísmo sibilino), sino el bien de cada uno, el bien de cada persona, que merece respeto a su dignidad.
Una vida centrada en esta pregunta dista mucho del ideal de vida que encontré en un titular reciente. Lo principal en la vida es “comida, sexo y fútbol”. El corazón humano tiene a más, aspira a más, sueña con mucho más, y esos tres sustantivos le saben a poco.