El discurso a los obispos del país que le recibe suele ser el momento central de los viajes de Francisco. También ha sido así en México. En el largo, denso y exigente discurso que pronunció ante sus hermanos obispos, encontramos todas las claves de esta apasionante visita y también su síntesis. Una vez más, la indicación sobre el método misionero y la conversión pastoral, así como la advertencia sobre el riesgo de la mundanidad espiritual que acecha a la Iglesia, han tejido este amplio discurso, dulce y severo a un tiempo, lleno de referencias a la historia de México y a sus llagas actuales.
Francisco ha pedido a los obispos, sobre todo, una mirada capaz de interceptar la pregunta que grita en el corazón de la gente, en un mundo crecientemente complejo, en el que muchos se sienten desarraigados y como perdidos. A ese grito es necesario responder que Dios existe y está cerca a través de Jesús, que sólo el Dios de rostro humano es la realidad sobre la que se puede construir hoy. Hace falta valor, por ejemplo, para sostener la mirada inquisitiva de los jóvenes, a veces seducidos por las quimeras del mundo, pero siempre en búsqueda del significado y de la felicidad verdadera.
El Papa ha recordado a los pastores mexicanos que tienen gigantes a sus espaldas, hombres y mujeres que lo han dado todo, hasta el final, por la misión de la Iglesia. Este pasado es un pozo de riquezas donde excavar para iluminar el presente y el futuro. ¡Cuidado con dormirse en los laureles!, les advirtió Francisco, porque el tiempo presente requiere cansarse una y otra vez, salir a los cruces de los caminos, dejarse desafiar por preguntas incómodas. Solamente una conversión pastoral (palabra-clave del pontificado) permitirá buscar, generar y nutrir a tantos que esperan el encuentro con Cristo vivo. Es necesario redescubrir que la Iglesia es misión, porque “sólo el entusiasmo, el estupor convencido de los evangelizadores tiene la fuerza de arrastre”.
No ha sido complaciente Francisco con los obispos mexicanos, nunca lo es. Les ha pedido no ceder a la tentación de la distancia, que después tradujo como “clericalismo, frialdad, indiferencia, triunfalismo o auto-referencialidad”. Para interceptar las preguntas de la gente hace falta “proximidad y condescendencia, agacharse y acercarse... porque si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles”. Tampoco ha faltado la exhortación, muy viva, casi a quemarropa, a mantener la comunión y la unidad entre los obispos como forma vital de la Iglesia, y la advertencia de que no se necesitan príncipes sino una comunidad de testigos del Señor. Por eso los obispos no deben poner su confianza “en los carros y los caballos de los faraones actuales” sino “en la debilidad omnipotente del amor divino”.
El primer Papa venido de América se ha postrado ante la Virgen de Guadalupe y ha señalado su rostro mestizo como imagen de esa unidad siempre deseada pero dolorosamente inalcanzada: la unidad entre las culturas indígenas, la fe que trajeron evangelizadores como Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga, y la moderna racionalidad ilustrada. Una tarea de gran aliento histórico para la Iglesia en México: ser el regazo materno capaz de reconciliar esos hilos.
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