Ha comenzado la cuenta atrás para el Encuentro Madrid 2016, que tendrá lugar del 8 al 10 de abril y cuyo lema será “Europa, un nuevo inicio”. La crisis del proyecto europeo es algo más que un tópico. Cuando se produjeron los debates en torno a la Constitución europea, hace ahora diez años, ya era fácil observar las grietas y el desgaste en el edificio que comenzaron a levantar los padres fundadores tras la segunda guerra mundial. Ahora el cóctel formado por las consecuencias de la crisis económica, los zarpazos del yihadismo y el drama de los refugiados, no dejan lugar a dudas. No pocos analistas señalan que la suspensión de facto del “Espacio Shengen”, por parte de algunos países de la Unión, supone la primera enmienda de calado a un proceso que antes podíamos calificar, ingenuamente, como irreversible.
La imagen del “nuevo inicio” indica una tesis que el EM16 tendrá que desplegar y razonar en diálogo con diversos protagonistas de la vida europea, procedentes de diversas matrices culturales. Sería pretencioso establecer de antemano las conclusiones de ese diálogo. En cualquier caso, la necesidad de un “nuevo inicio” no está necesariamente ligada a un crack definitivo del proyecto europeo, aunque la actual encrucijada haga más sugerente la perspectiva. Tampoco se trata de postular una especie de tabla rasa, como si la experiencia de bien que ha supuesto el camino europeo, concretamente el de los últimos cincuenta años, no tuviese ya ninguna utilidad o valor. Por el contrario, el nuevo inicio indica una dinámica propia de toda experiencia verdaderamente humana. Como indicó genialmente Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi, cada hombre y mujer, cada nueva generación, tiene que apropiarse el legado que ha recibido de sus predecesores a través de una criba vital. En todo lo que tiene que ver con la dimensión ético-cultural, con lo más profundamente humano, no valen inercias ni automatismos.
Es cierto que la aceleración actual de la crisis de la identidad europea hace aún más dramática la necesidad de no dar por supuestos los cimientos de esta construcción, su sustancia y su forma histórica concreta.
En realidad no es la primera vez que los europeos afrontamos la necesidad de empezar de nuevo, de recobrar el aliento profundo que habíamos perdido. Seguramente toda la historia de Europa puede contemplarse como una sucesión de ocasiones de este tipo, como documentan de modo vertiginoso las obras del historiador Christopher Dawson. Por ejemplo, los católicos actuales manejamos generalmente una imagen de la llamada “Europa cristiana” demasiado estática y desvinculada de un proceso histórico lleno de zig-zag, meandros, destrucciones y reconstrucciones. Esa “Europa” (cuya imagen requiere, por otra parte, muchas precisiones y matizaciones) no apareció ahí sin más, sino que fue fruto de un camino largo y doloroso. La curva de esa historia es cualquier cosa menos lineal, y en muchos momentos estuvo a punto de quebrarse por completo.
Por ejemplo cuando los vikingos arrasaron a sangre y fuego la floreciente cultura monástica en Gran Bretaña, desde la que salieron los monjes para evangelizar Centroeuropa, o cuando los mongoles atacaron la frontera oriental del continente. Naturalmente se podrían multiplicar los casos, y la terrible Segunda Guerra Mundial no sería el menos expresivo de ellos. Y de aquella tragedia surgió un nuevo comienzo, porque bajo los cascotes, físicos y morales, seguía corriendo la linfa de una experiencia que nuevamente salió a la luz a través de figuras como Schuman, Adenauer, Monnet o De Gasperi.
Ignoro si, como sostienen algunos analistas, la secularización europea es una especie de rebelión adolescente que puede conducir a una renovada madurez en torno a los fundamentos cristianos del continente. Yo sería muy cauteloso sobre eso, pero tampoco pienso que la prepotencia actual del laicismo cultural y político refleje con exactitud la realidad de la sociedad europea. Poco antes de su renuncia al pontificado, Benedicto XVI concedió una breve pero enjundiosa entrevista para la película documental Bells of Europe, en la que señalaba que el problema de la identidad europea consiste en el hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas: “una de ellas es una razón abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque se siente por encima de todas las culturas. Una razón que al fin llega a sí misma, que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales en favor de una racionalidad abstracta… La otra alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una razón crítica, pero sigue anclada a las raíces que han dado origen a esta Europa”.
Es decisivo entender cómo sendas almas (por seguir con la imagen del Papa Ratzinger) pueden afrontar los desafíos de este momento: la crisis del sistema de bienestar europeo, azotado por la crisis económica, por la globalización, el déficit demográfico y la elefantiasis de la burocracia estatal; la amenaza brutal del yihadismo, que puede golpear en cualquier rincón haciendo temblar nuestros hábitos de vida y, lo que es peor, nuestras convicciones más profundas; y el reto de la llegada masiva de inmigrantes y refugiados, que empieza a provocar el levantamiento de nuevos muros internos y que deja al desnudo la debilidad de Europa como sujeto histórico.
Nos espera este diálogo apasionante, y nos espera ver y escuchar cómo sucede ya ese nuevo inicio a la hora de afrontar los problemas del presente.
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