Una mañana de 2013 tuve ocasión de tener una larga charla con este hermano, que hoy, en homenaje y recuerdo, hago pública para los que le interese.
Estábamos los dos enfermos en los dominicos de Conde de Peñalver. Yo, muy enfermo de cáncer. Él, sufriendo mucho de las piernas por aquellos días. Había pasado muchos años de misionero en Venezuela, a veces en sitios bien conflictivos. Fue hermano cooperador sin los estudios sacerdotales. Creo que tal como vino de su Extremadura, se fue al cielo. Le enterramos ayer por la tarde con 89 años.
Los dos enfermos fuimos los últimos que desayunamos aquella mañana en el refectorio del convento. Los demás ya hacía media hora que habían terminado laudes y, consumido un frugal desayuno, andaban dispersos en sus quehaceres. Mi compañero ya estaba tomando su tazón de leche migada, siguiendo la vieja costumbre de la aldea a pesar de tener ya ochenta años. Lo hacía todos los días, muy despacito, como un ritual. Apenas me saludó con un hola y estuvo callado mientras yo preparaba mi desayuno: un vaso de café con leche, a lo que añadí dos trocitos de pan tostados, con un chorrito de aceite de oliva en cada uno de ellos.
Me senté junto a él.
- ¿Qué tal la noche? -me preguntó.
-Fatal -le respondí-, estoy para el patio de los caballos. Me he tenido que levantar unas ocho veces. Estoy agotado.
-Pues ya somos dos. Mi dolor de piernas no me ha dejado pegar ojo.
Yo sabía que a este hombre le gustaba el lenguaje taurino y por eso le contesté así. Era un fraile de buen temple y suave en sus gestos. Era de los que vulgarmente antes llamábamos legos, acostumbrado al servicio, un reflejo bastante exacto de San Martín de Porres, el hermano lego emblemático por excelencia en la orden de los dominicos. Entró de mayor y conservó siempre la afición a los toros. El patio de los caballos es el lugar donde antiguamente se desollaba y despiezaba al toro muerto, después del arrastre.
-Parece que estamos condenados a las banderillas negras -continuó él-, no debemos estar todavía preparados para la última suerte que es la faena de muleta que pone a punto al toro para la muerte.
-¿Qué es una banderilla negra?
-La banderilla negra o de castigo es la que se pone a los toros remisos que no tienen suficiente bravío para las últimas embestidas previas a la muerte. Estas banderillas tienen un arpón doble de largo que las normales. No te extrañe. Está en el reglamento taurino, aunque ahora se utilicen poco.
-O sea, ¿quieres decir que tú y yo aún no estamos bien preparados para la muerte y el Señor nos tiene que poner banderillas de doble arpón?
-Pues sí, claro, el sufrimiento nos acerca a Jesucristo y hace que le imitemos y nos parezcamos más a Él. Eso significa, creo yo, las noches tan malas que estamos pasando.
-Luego, según tú, ¿las noches malas que estamos pasando son las banderillas negras que nos preparan para la muerte?
-Claro -me respondió-. ¿O tú no piensas así?
Ninguno de los dos teníamos grandes cosas que hacer ni nadie nos requería para nada. Nuestra tarea, por el momento, era seguir convaleciendo. Por eso la conversación siguió largo rato, justo hasta que la cocinera nos echó de allí porque tenía que limpiar las mesas y preparar la vajilla para la comida. Nos fuimos a otro sitio y seguimos nuestra perorata.
Yo le dije que el sufrimiento para mí no era banderilla ni negra ni de otro color y menos de castigo. Simplemente es una cosa mala porque es un déficit o defecto de algo. Tampoco es algo que venga de Dios, sino de la naturaleza, que tiene sus leyes. Encuentro un valor positivo en el sufrimiento cuando lo uno con Jesucristo porque entonces se trasforma en cruz y ya es salvífico. Yo creo que el sufrimiento no es cristiano; la cruz, sí. Dios, para salvar al mundo, no necesita para nada mi sufrimiento. Por eso en el cielo no hay banderillas para mí, ni rojas ni negras. Mi salvación la ha realizado él gratuitamente con la sangre de Jesús que me limpia y me hace bueno, no por mis obras sino por su amor.
Ahora bien, si yo le entrego y uno mi sufrimiento al suyo, de alguna manera colaboro y soy corredentor con él. Entonces mis noches se pueden trasformar en algo muy valioso, lo más precioso de mi vida. Yo estoy salvado gratuitamente y entrego gratuitamente mis sufrimientos. Pero entonces los sufrimientos ya son cruz. De ahí que en pleno sufrimiento se puedan dar muchas gracias a Dios por todo lo que ocurre. Lo peor de la vida, el más grave sufrimiento, hasta el pecado, lo podemos integrar en la gracia de Cristo y hacerlo cruz. El hombre Jesús nos conoce muy bien y por todo ello murió y hasta se hizo pecado.
Fray Pablo me miraba como extrañado de las parrafadas que le estaba largando. Él no suele ser de muchas palabras y por eso, creo yo, no me interrumpía, más bien me daba cuerda. Yo, ante esta pasividad, seguí hablando aunque noté que no veía nada claro lo que le estaba diciendo.
'Adoración del Espíritu Santo por los ángeles' (1797), de Jacinto Gómez Pastor: boceto de la bóveda del oratorio del palacio de La Granja de San Ildefonso (Segovia). Museo del Prado.
Confesaba que oír hablar de la gracia y del Espíritu Santo le emocionaba, pero no sabía adaptarlos a su vida. Él se centraba más en ganar méritos y sufrir mucho para tener mucho que ofrecer. Es mi manera de amar a Dios, decía. El quejarse era una forma de imperfección para él. Sentía muy claro que las banderillas le venían de Dios para santificarse y no tenía ganas de cambiar de punto de vista porque así se sentía muy seguro.
-Date cuenta de que yo no he estudiado ni soy demasiado inteligente, por eso necesito sentirme seguro.
Lo pasamos muy bien discutiendo. Yo le decía que su teología era cuantitativa y de acumulación para tener algo que dar a Dios, que ya lo tenía todo. Se hacía rico para poder dar. A mí me gustaba más ser pobre y niño para recibirlo todo.
Seguí interrogándole:
-Cuando anoche lo pasaste tan mal sin pegar ojo, ¿qué hacías, en qué pensabas?
Me contestó que no estaba nada contento de su noche, debería haber sido más perfecto. En algunos momentos pensó que el diablo se reía de él. No pudo ofrecerle nada a Dios porque se ponía muy nervioso.
-¿Y tú? -me replicó.
-Yo también me ponía nervioso y me sentía fatal -le contesté-, pero no tenía necesidad de ofrecer nada ni de hacerme el bueno. No me juzgaba a mí mismo. A mi carne -le dije- no le iba bien la noche, pero en mi espíritu estaba tranquilo. Cuando podía hacer un poco de oración, la enfocaba para creer cada vez más que el Espíritu Santo estaba allí, en mi problema, en mi pobreza, en mi imperfección e incapacidad, sin importarme ser perfecto. Daba gracias por estar salvado aun siendo tan imperfecto. Mi factura de bondad ya la había pagado Cristo. Disfrutaba de que el único bueno y santo fuera Él, por lo que no me sentía mal conmigo mismo. Tenía bastante con el agobio de mi cuerpo y su mal funcionamiento como para unir a ello problemas morales. Dios no me estaba clavando banderillas. Era parte de la obediencia a la que el Espíritu me está llevando para asumir la gracia que Jesucristo me mereció.
-Lo que me está pasando a mí -continuaba él- es que yo no sé estar delante de Dios, jamás siento nada de su parte. Nunca me habla. Llevo cuarenta años haciendo al menos media hora de meditación diaria y nunca me ha dicho nada, nunca he percibido un signo de su presencia. Por eso tengo algo de miedo. No me importa dejar este mundo, pero el encuentro al llegar al más allá me produce mucho respeto. Una noche como la de ayer es para mí un desierto puro. Creo en la misericordia de Dios porque me lo dicen, pero nunca la he sentido. Tampoco me siento amado, sino más bien espiado. Y, sin embargo, me siento feliz teniendo la fe que tengo y siendo fraile. Las banderillas negras son parte del castigo que merezco y para algo me valdrán. ¿Cómo estás tú delante de Dios?
-Yo parto del hecho de que ya estoy salvado y justificado en la sangre de Cristo. Me amó sin mirar a mis méritos y perfecciones. Más bien, como dice San Pablo, cuando era enemigo y pecador. Lo más importante no es ser perfecto sino celebrar su muerte, como hacemos en la Misa, y darle gracias por su sangre que nos salva. Su salvación es gratuita. Para mí estar delante de Dios es dejar que Él me infunda su amor y sus dones, que es en lo que consiste la vida espiritual. De la noche a la mañana no noto cambios, pero con el tiempo noto su acción sobre mí. Lo que está claro es que la vida espiritual no consiste en algo que yo haga por Dios sino en la acogida de lo que Él hace por mí.
-Pues yo -replicaba él- no tengo conciencia de haber recibido ningún don. Yo estoy educado para dar cosas a Dios, no para recibirlas de Él. Por eso tengo que ser fuerte, sacrificado y valiente. Para mí la vida es una milicia y me tengo que comportar atacando, como los buenos soldados. Si no es así ¿para qué me he hecho yo fraile? Si ya estoy salvado, me bastaría una vida menos comprometida. Por otra parte, si no vivo con esta tensión, ¿quién soy yo y qué mérito tengo?
-Te comprendo muy bien -le dije-. Yo, sin embargo, considero la vida religiosa como un don, como una elección o vocación. Dios me ha escogido para vivir en ella y la disfruto sin que me cree tensiones. Jesús decía: "El que pueda entender que entienda". Si me fijo en los dones, veo en el don de sabiduría que Dios me creó a mí y a todas las cosas con amor. Este don me hace sentir que Dios me quiere, que ha muerto por mí, que estoy salvado gratuitamente, y cuanto más van aumentando estas experiencias por obra del Espíritu, más van huyendo todos los miedos y creciendo en mí el agradecimiento. Con ese don amo también a los demás y al mundo entero. Agradezco al creador que lo haya hecho todo tan bonito aunque ahora me sienta deteriorado. Los dones no te hacen más sabio porque no aumentan tus conceptos, lo que hacen es potenciar tu amor e intimidad con Dios y con los hombres. Sus contenidos no se adquieren sino que se te revelan.
»Para nosotros, que estamos enfermos, el don que más nos atañe es el de fortaleza. Nos hace fuertes no como efecto de una virtud adquirida a base de repetición de actos y de esfuerzo propio para ofrecérselos a Dios, sino como efecto de saber que estás protegido. Lo mismo que la tila te seda sin que tú hagas nada sino por su propia virtud, el don de fortaleza te seda por virtud de la fe en el amor con que Cristo y la Virgen te protegen. Por eso el don de fortaleza le pertenece a los niños, a los pobres, a los pecadores, a los que no pueden por sí mismos, es decir, a los que temen a Dios no por miedo sino por deseo de nunca perderlo.
Una última pregunta me dijo al final:
-¿Cómo vivían tu padre y tu madre estas cosas?
-Las vivían como tú -le respondí-. Con mucha fe, y en ella se sentían seguros, pero yo creo que no eran del todo felices. Tenían demasiados miedos a la condenación y a los pecados. A mi madre, que vivió más tiempo, le sonaba muy bien lo que yo le decía, pero la seguridad la encontraba en su teología, en la de don Rufo, el cura de mi pueblo. Yo sé que fueron felices con su fe, pero la lucha contra el pecado les quitaba la acción de gracias y la alabanza.
Al levantarse me dijo:
-Me alegro mucho de haber charlado este rato contigo, nunca había tenido ocasión de hacerlo. ¿Tú sabes que hay muchos entre los frailes que no están de acuerdo contigo? Yo no he estudiado ni sé teología, pero no me ha sonado mal lo que te he oído. Mi formación es la que es y ya veo difícil cambiar a mi edad, pero me confortan este tipo de charlas. Entre los frailes necesitaríamos un poco más de esto.