La teoría del buen salvaje ha muerto. Se la ha llevado a la tumba un yacimiento a 30 kilómetros al oeste del lago Turkana de Kenia, en un lugar llamado Nataruk. En él se han encontrado restos parciales de 27 personas, incluyendo al menos ocho mujeres y seis niños.
Los investigadores, del Centro Leverhulme de Estudios Evolutivos Humanos (LCHES, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Cambridge, liderados por la antropóloga Marta Mirazón Lahr, han publicado recientemente sus resultados en la revista Nature, afirmando sin ambages que testifican una masacre perpetrada hace entre 9.500 y 10.500 años por hombres prehistóricos cazadores-recolectores, tradicionalmente considerados como no violentos.
Los cráneos aplastados con piedras o atravesados con objetos punzantes no dejan lugar a duda: los asesinados, mujeres y niños incluidos, murieron a manos de su congéneres humanos.
Pero no es la primera vez que las evidencias contradicen el concepto que Rousseau se inventó, y que tantos creyeron a lo largo de la historia, con funestas consecuencias por cierto.
El mito enuncia que el hombre comenzó a ser violento cuando apareció la propiedad privada, algo que los seguidores de Rousseau se inventaron que pasó en el neolítico, cuando el hombre pasó de cazador-recolector nómada a agricultor sedentario. Vamos, que se convirtió en malo cuando le puso una valla a su finca, y para hacerlo bueno lo que hay que hacer es romper las vallas.
No es la primera vez que la ciencia socava la credibilidad del mito del buen salvaje. El paleoantropólogo Raymond Dart habló de signos claros de violencia sobre restos de los australopitecos de la cueva de Makapansgat, en Sudáfrica, cuya antigüedad supera los tres millones de años, pero científicos mantenedores del mito del buen salvaje no permitieron la difusión del concepto.
En los yacimientos españoles de Atapuerca se han constatado claros signos de violencia y canibalismo en restos óseos, habiéndose llegado a sugerir que la coincidencia de 28 esqueletos tal vez sea debida a práctica de la violencia.
Lamentablemente lo que si se propagó fue el mito de Rousseau, dando como consecuencia directa las masacres de la Revolución Francesa, que superan la cifra de dos millones de muertes sólo en Francia, más de cuarenta mil de ellas curas católicos y cerca del medio millón en la comarca de La Vendée, todas ellas de católicos -incluidos ancianos, mujeres y niños- que se negaron a abjurar de su fe.
Después la filosofía ha sido el principal motor de propagación del mito, que ha terminado creando monstruos -“el sueño de la razón produce monstruos”, decía Goya- como Hitler, Stalin, Pol Pot, Mao Tse Tung… y toda una pléyade de genocidas que bebieron de Rousseau, Hegel y Marx, y acabaron convencidos en pleno siglo XX de que si acababan con la propiedad privada y cambiando las estructuras y el ambiente a través de la revolución, al hombre le cambiaría el corazón, cargándose la antropología revelada que señala al pecado original como principio del mal.
Si te cargas el pecado ya no se necesita el perdón, concepto burgués que la Iglesia Católica fomenta y por lo que hay que acabar con él. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.
Claro, que si abundó el pecado, sobreabundó la gracia: por encima de todo está la Misericordia de Dios, que es la que realmente puede cambiar el corazón del hombre, que ha sido manifestada en Cristo Jesús. Nada mejor que la muerte científica del mito del buen salvaje para celebrar como Dios manda el Año de la Misericordia que el Papa Francisco ha convocado.
Alfonso V. Carrascosa es doctor en Biología, científico del Museo Nacional de Ciencias Naturales, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), director de la revista Arbor y miembro de la Comisión Mujeres y Ciencia del CSIC.