El poeta español Joaquín Bartrina afirmó: “Oyendo hablar a un hombre, fácil es saber dónde vio la luz del sol. Si alaba Inglaterra, será inglés. Si reniega de Prusia, es un francés y si habla mal de España… es español”.
Esta penosa frase la confirman muchos españoles e hispanoamericanos que, renegando de sus muy nobles raíces, reiteran, en contra de toda evidencia, la serie de infamias y mentiras difundida por la leyenda negra que tergiversa vilmente la extraordinaria empresa que, a partir del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, el 12 de octubre de 1492, comenzasen los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en el Nuevo Mundo.
Afortunadamente, también somos muchos los hispanos que reivindicamos y celebramos nuestra excepcional historia que, bajo el cobijo de la Cruz redentora, trajo libertad, dignidad y un renovado rostro a los pueblos que, alumbrados por la luz del evangelio, dieron origen a la Hispanidad. Como afirmase Maeztu: “No hay en la historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestro influjo”. Por ello, el gran conquistador Hernán Cortés, en la toma de la gran Tenochtitlán, capital del poderoso imperio azteca, incorpora a sus filas el invaluable apoyo de totonacas y tlaxcaltecas, a quienes convierte en leales aliados. De ahí que la conquista fuese desde el inicio una empresa compartida por españoles e indígenas. Una extraordinaria gesta con la cual fueron liberados innumerables nativos de la tiranía y crueldad de los aztecas: los sacrificios humanos cesaron, las horrendas supersticiones fueron desapareciendo y el canibalismo y el infanticidio fueron suprimidos.
A España debemos agradecer haber sido la primera, y prácticamente la única nación, que defendió los derechos de los conquistados a través de leyes dirigidas a evitar los abusos de los conquistadores y, en caso de haberlos, castigarlos severamente. De ahí que en el año 1500 la gran reina Isabel la Católica prohibiese la esclavitud de los pobladores del nuevo mundo a quienes otorgó, además, la condición de súbditos de la Corona. La Real Provisión (1503) controló y gestionó los aspectos relacionados con los territorios americanos, incluyendo el novedoso sistema de encomiendas.
En el mismo año, se declararon los matrimonios mixtos (entre español e indígena) no solo legítimos sino recomendables, lo cual dio pie a un rápido mestizaje. Las leyes de Burgos (1512), fruto de un arduo trabajo de teólogos y juristas, regularon y protegieron la vida social, económica y laboral de la población indígena por lo que son consideradas como el origen de los derechos humanos. Asimismo, Carlos V (1544) y Felipe II (1573) promulgaron nuevas leyes y ordenanzas a fin de mejorar el gobierno de las nuevas y extensísimas tierras en las que, a pesar de las faltas y vicios humanos, prevalecieron la justicia y las normas cristianas decretadas por reyes cuya alma misionera tuvo como principal objetivo la conversión de los nativos a la santa fe católica.
Ya que España, como madre piadosa, sabía bien que, si el cuidado físico de sus hijos es importante, mucho más lo es el del alma, por lo que no tardó en enviar santos y valientes misioneros dispuestos a enfrentar inimaginables peligros a fin de lograr su objetivo, la conversión de los nuevos hijos España. De ahí que la obra civilizadora desde el inicio estuvo íntimamente ligada a la misión evangelizadora. España ganó batallas con la espada, mas conquistó voluntades y salvó almas con la Cruz. Como lo señala el cardenal Gomá y Tomás: “España fue un Estado misionero antes que conquistador. Si utilizó la espada fue para que, sin violencia, pasara triunfante la Cruz… Pues los mismos conquistadores se distinguieron tanto por su genio militar como por su alma de apóstoles”. Parafraseando a Anzoátegui, la conquista de América no fue un medio de conquista, sino un fin de conquista; la conquista de un mundo para rescatar las almas de los conquistados...
A la vez, España unificó las vastas tierras y las diversas etnias bajo el pensamiento griego, la civilización romana, la lengua española y, sobre todo, un mismo y único Dios. Además, España, como madre generosa, trajo a sus hijos, a quienes dio sus nombres y apellidos, un enorme progreso económico, científico, tecnológico y hasta social. De ahí que España dejase un territorio mucho más rico y próspero, pero también más justo y apacible de lo que recibió. Ya que desde los primeros años fundó bellas ciudades en las cuales construyó hospitales, colegios, universidades, iglesias, catedrales y diversos edificios al grado que los territorios españoles en América eran muchísimo más prósperos y desarrollados que los del norte, pertenecientes a los ingleses. Asimismo, España implantó en América instituciones civiles y culturales tendientes al bien de sus nuevos hijos y al engrandecimiento del reino de Cristo en la tierra. De dicha empresa el Papa León XIII afirmó: “Este evento es por sí mismo el más grande y hermoso de todos los que tiempo alguno haya visto jamás”.
Recuerda, España, que somos muchos los “españoles de conciencia, obra y deseo” (Rubén Darío, Español), que, de uno y otro lado del Atlántico nos gloriamos en pertenecer a la España cristiana, a la España eterna de la que heredamos, parafraseando al poeta ecuatoriano Juan Montalvo, el pensar grande, el sentir animoso, el obrar lo justo y de la que aprendimos la lengua, pero, sobre todo, a adorar a Jesucristo. Sábete España que “¡Vive la América española!... Hay mil cachorros sueltos del león español” (Rubén Darío, A Roosevelt) dispuestos a revivir y defender la fe de nuestros mayores, la fe de Cristo a cuyo mandato, “id a todos los pueblos y predicad el evangelio”, varios españoles atravesaron el ancho mar a fin de disipar la oscuridad de la idolatría de los pueblos americanos e iluminar su pensamiento con la luz de la Verdad. Con la Santa Religión que sigue uniendo a todos los pueblos hispanos, “ínclitas razas ubérrimas, sangre de España fecunda” (Rubén Darío, Salutación del optimista), en la misma fe, en la misma esperanza y en la misma caridad.