Puedo entender perfectamente a quienes no creen que Cristo resucitó, considerando que no era Dios (o considerando, más sencillamente, que Dios no existe). Mucho más estrafalario me parece el empeño de sedicentes teólogos y exegetas bíblicos que, después de someter los textos evangélicos –cada versículo, cada palabra, cada coma– a un análisis exhaustivo, concluyen que la resurrección de Cristo no ocurrió tal como nos la describen los evangelistas, sino que fue una ‘experiencia de fe’, una especie de ‘autosugestión’ que impulsó a los apóstoles a creer que su Maestro seguía presente en sus vidas, una ‘vivencia’ o ensoñación mística, consecuencia inevitable de su credulidad excitada por los anuncios que el propio Cristo les había hecho.
Los discípulos, según esta tesis disparatada, albergaban una esperanza tan fuerte y perentoria de ver a Jesucristo resucitado que sus sentidos se obnubilaron. Consideraban que, para compensar el fracaso ignominioso del Gólgota, hacía falta que Jesús resucitase de forma urgente; y en este clima de desazón y ansiedad, en este estado de espera supersticiosa y desconsuelo, aceptaron como ciertas las alucinaciones de unas mujeres histéricas y los testimonios de algunos ilusos delirantes que afirmaban haberse tropezado con el resucitado. Los discípulos no podían aceptar que Jesús les hubiese engañado, no podían asimilar que Jesús fuese un hombre como ellos; y, antes que reconocer su derrota, se habrían prestado a creer a quienes afirmaban haberle visto después de la muerte y también a propagar tal fantasía entre sus adeptos. O bien –porque la condescendencia de estos sedicentes teólogos y exegetas admite también versiones más acarameladas y buenistas– los apóstoles ‘sintieron’ que, aunque Cristo había muerto, permanecía vivo en sus corazones. Y, manteniendo la cohesión en torno a ese Jesús que se mantenía vivo en sus corazones, habrían logrado crear un consorcio o alianza que acabaría siendo lo que hoy entendemos por la Iglesia.
Pero lo cierto es que ninguna de estas afirmaciones tiene sustento alguno en los textos evangélicos en los que estos teólogos y exegetas se basan para defender sus estrafalarias conclusiones. Lo cierto es que los evangelistas no narran las experiencias o vivencias místicas que estos exegetas pretenden, ni se refieren a unos apóstoles crédulos o sugestionados, desazonados o ansiosos de que Cristo resucite. Lo que encontramos en los Evangelios es un puñado de personas que no esperan la resurrección de su Maestro; y que, cuando se topan de bruces con ella, se resisten a admitirla, siguen dudando pertinazmente, a veces incluso en presencia del resucitado. A las mujeres que primeramente les anuncian que el sepulcro está vacío las tachan de insensatas. Algunos discípulos seguirán dudando hasta que lo ven comer. Y uno de ellos, incluso, necesitará tocar con sus propias manos las llagas de Cristo para ceder en su incredulidad. Hasta tal punto desconfían que reaccionan con espanto cada vez que ven al Resucitado, creyendo que era ‘un espíritu’ (un fantasma, diríamos nosotros). Y la mera idea de verlo entre los vivos les parece tan estrambótica que, cuando se encuentran con él, lo confunden con un hortelano (así le ocurre a María Magdalena), o no son capaces de reconocerlo durante una larga caminata hacia Emaús. No parece muy probable que la gente sugestionable y ansiosa por ver a Cristo resucitado reaccione con muestras de espanto e incredulidad, con tan aturullada torpeza y falta de discernimiento. Leyendo los Evangelios, uno llega a la conclusión de que los apóstoles, lejos de inventar el retorno de su amigo como consecuencia de una alucinación o ‘vivencia’ mística, lo terminan aceptando después de muchas reticencias, rendidos ante la evidencia. Tal vez porque la idea de la resurrección repugnaba a su mente racional, igual que nos ocurre a nosotros.
Puedo entender al ateo que considera una fábula la resurrección de Cristo. Pero entender a esos sedicentes teólogos y exegetas pelmazos que emplean muchos años de su vida en estudiar una disciplina ardua y en familiarizarse con lenguas antiquísimas y abstrusas para concluir que la resurrección es una mera ‘vivencia mística’ o un fenómeno de ‘autosugestión’ supera mi capacidad comprensiva. Para semejante viaje no eran necesarias tales alforjas. A menos que, desde un principio, a estos sedicentes teólogos y exegetas los guiase… no la incredulidad, sino un supurante odio; y que todos sus años de estudio sean tan sólo la coartada que les permite disfrazar con un bagaje erudito la supuración de ese odio. Pero tal explicación exige aceptar que no nos hallamos ante teología… sino ante una patología no resuelta.
Publicado en XL Semanal.