Para educar bien es preciso tener una idea clara del modelo de persona que se persigue, es decir, enseñar a poder saber qué merece el empleo de nuestro esfuerzo y de nuestra vida y qué no lo merece; qué es sustancial y qué accidental, y por tanto opinable; si apostamos por la verdad y el respeto a los demás, o si lo hacemos por el dinero, el éxito, el placer o el poder. Educar es enseñar el significado de la vida, el porqué y para qué vivir, lo que propicia el desarrollo de la dimensión religiosa de la persona.
El papel principal de los padres es el de educadores, alcanzando los adolescentes la verdadera libertad y autonomía cuando han aprendido qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, es decir cuando su conducta es una conducta responsable, siendo la tarea de los padres dar ejemplo con su mutua entrega y fomentar un estilo de vida austero en el que se dé valor a la solidaridad y el servicio a los demás, incluso a complicarse la vida por aquello que merece la pena, enseñando el valor del esfuerzo, del sacrificio, de la honradez, del trabajo bien hecho, que es aquello que nos permite ganarnos la vida, pero también nuestro servicio a los demás. Los padres deben intentar evitar los errores, especialmente los propios, de los que el más frecuente es el querer que los hijos vivan lo más cómodamente posible, con la intención laudable pero equivocada de evitarles los momentos duros por los que ellos han tenido que pasar, o el inculcarles que el motivo fundamental del estudio es ganar mucho dinero.
Con frecuencia los problemas entre padres e hijos surgen por la falta de confianza; los hijos no confían en los padres ni los padres en los hijos. Un clima de confianza es indispensable para que los padres puedan ejercer su papel de formadores. Si los padres creen en la vida y saben ver lo positivo de ella, les será fácil imbuir autoestima a sus hijos, con lo que éstos no se arredrarán sino que superarán más fácilmente las dificultades que encuentren. Una ocasión formidable para crear un clima de confianza entre padres e hijos es precisamente que los padres no tengan miedo en afrontar de un modo sereno y respetuoso la educación sexual de sus propios hijos.
Los hijos tienen que procurar ver en tus padres algo más que la fuente de su dinero y el fastidioso obstáculo para sus caprichos y deseos y para su libertad siempre impaciente. Reconocer, como me decía un padre, que no es infalible que los padres siempre, siempre, estén equivocados, por lo que, aunque sea por casualidad, pueden tener razón. Los padres, por su parte, deben educar en el sentido de que el servicio a los demás es mejor y más importante que el simple consumismo y tienen que enseñar el valor de las cosas y saber utilizarlas con responsabilidad. La conversación y la sana confianza ayudan a encarrilar. También ellos han sido adolescentes y tienen un cierto conocimiento, por experiencia propia, de lo que pasa a sus hijos.
Cuanto más confianza haya entre padres e hijos, cuanto más diálogo y comunicación profunda haya en ambos sentidos, cuanto más los padres sepan escuchar y entender, tanto más tendrán a disposición la frase adecuada en el momento oportuno, aunque también los hijos tienen que intentar entender a sus padres, para que así haya menos riesgo de que adopten conductas peligrosas, porque donde hay confianza, y en consecuencia sinceridad, disminuyen y casi desaparecen los problemas, pero los padres deben recordar que son padres y que deben ejercer su autoridad de padres y adultos.
El buscar la confianza de los adolescentes por parte de los padres debe ser para ayudarles con su ejemplo, autoridad y dirección, en una combinación equilibrada de amor y disciplina, pero para ello han de ser padres responsables, conscientes de su tarea de educadores y de transmisores de valores, y no simplemente amigos o, peor todavía, colegas.