En los momentos cruciales que vivimos en el mundo y, particularmente, en España, confieso que siento la gran necesidad de acudir a la oración. Esto, no por evasión ni huida, ni por cruzarse de brazos, o alienación alguna; todo lo contrario, porque la oración sincera hecha desde la fe es el mayor de los realismos y del compromiso con nuestro pueblo.
La oración es también «un problema politico»; es confiar en Dios y a Dios, para quien nada es imposible, las situaciones duras y aparentemente sin salida que pueden ser cambiadas; y la oración es el arma poderosa de los creyentes buscando la ayuda de lo alto de donde, con toda certeza, nos vendrá el auxilio; es reconocer y confesar con total confianza que de la esterilidad es posible que nos venga la fecundidad y la vida, y que el cordero y el león pacerán juntos si Dios interviene.
Sentimos la necesidad de ver más claro, de que se nos abran los ojos, de superar cegueras u obcecaciones, de suplicar la ayuda y el favor de Dios sobre nosotros, sobre todos y cada uno de los hombres, sobre la sociedad y sobre la Iglesia, sobre España y el mundo entero, sobre nuestras familias y sobre nuestros pueblos con sus dificultades y sus inquietudes.
En momentos difíciles y cruciales como los que atravesamos me surgen espontáneas las palabras del Salmo: «Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y los sufrimientos de los hombres, son también de la Iglesia y los hace suyos, son también de nosotros, los que creemos en Dios y en su Hijo Jesucristo. Nada que sea verdaderamente humano le es ajeno a Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha asumido todo lo humano menos el pecado; nada verdaderamente humano nos es ajeno a la Iglesia, como no le es ajeno a Jesucristo y a su humanidad, que es la nuestra.
¿Quién se atrevería a decir que le es ajena a la Iglesia la situación delicada que atravesamos, los sufrimientos que en estos tiempos se ciernen sobre nuestra población, o que no le importan los dolores, las expectativas, o las tensiones entre los hombres o que no debe meterse en esas cuestiones de la situación actual en nuestra Patria, tan humanas y con tantísimas connotaciones profundamente humanas y tantas repercusiones y graves consecuencias humanas que afectan tan directamente a lo más serio del hombre, como son las relaciones con los otros, como es la convivencia, como es la historia común de un pueblo? Dios escuchó, escucha el clamor de su pueblo: esta es verdad de nuestra fe. La oración es el signo del hombre que cree. Y como personas que creen les pido a los que sepan rezar –es muy fácil– que recen, que oren ante Dios para expresarle nuestra confianza en Él, la profesión en Él que sabemos nos quiere y que todo lo puede porque es amor infi nito y misericordia sin límite que no se agota y que se renueva sin cesar, que es luz que alumbra en la oscuridad, que no puede ofuscarla ningún egoísmo ni cerrazón ni endurecimiento de la mente o del corazón. Lo que pido es un acto de responsabilidad y solidaridad efectiva y responsable, un acto estrictamente de fe en Dios, Padre misericordioso y todopoderoso en quien confi amos plenamente y de Quien esperamos la salvación, la luz, la sabiduría para saber y hacer lo que es grato a sus ojos, que siempre será el amor, no el odio, la unidad jamás la división y el enfrentamiento, la razón y la verdad.
Dice un salmo: ¡Qué dulzura, convivir los hermanos unidos!». ¡Qué tristeza, sin embargo cuando acontece lo contrario! Dios quiere esto, unidad, que es lo que le es grato. Hay muchas personas sufriendo por lo que sucede en España con su unidad amenazada y las consecuencias previsibles derivadas de su debilitamiento o destrucción para los de siempre: los pobres, los sin trabajo o los sin techo... Y esos sufrimientos de manera impredecible pueden agravarse.
En estos momentos se abre para nosotros la gran esperanza, que no es otra que el amor de Dios, que no nos deja en la estacada y ha manifestado su amor hasta el extremo. La gran manifestación de caridad, de solidaridad y cercanía, de justicia para con la totalidad de nuestro pueblo, es que elevemos nuestra plegaria y clamemos desde lo hondo al Señor, todopoderoso e infinito en su compasión, que tenga piedad y nos bendiga: y su bendición es amor y paz, justicia y comprensión, ayuda y colaboración. Que Dios esté al lado de todos para que haya cordura, razón, sabiduría, sensatez, sentido común y de responsabilidad por el bien común, de donde podrá surgir reconciliación y sabias soluciones ahora. Que Dios muestre su bondad, su favor como nos lo ha mostrado de manera tan admirable e incomparable en el Hijo suyo enviado en carne a los hombres, a los que no desdeña llamarnos hermanos, cuyos sufrimientos ha asumido, y cuya muerte y destrucción ha vencido con su cruz y resurrección. Que ilumine su rostro sobre España entera y que hallemos en Él toda gracia, auxilio, esperanza y consuelo. Que a todos nos conceda volver a Él, disipar la ceguera que nos impide ver la viga en nuestro ojo, que no vivamos de otra manera que confi ando plenamente en su misericordia, siempre grande y fiel; que no dejemos de hacer su voluntad que es, como Jesús ora en la hora suprema de su verdad: «Que seamos uno como Él y el Padre son uno». Que nos conceda su Espíritu de sabiduría, Espíritu de amor, de perdón, de reconciliación, de unidad. La misión de Jesús fue reunir a los hijos de Dios dispersos, llevar a cabo el perdón del pecado que divide e implantar la reconciliación y la paz. Babel, por el contrario, es dispersión, separación, división, enfrentamiento, incapacidad para el diálogo y el entendimiento, incomunicación, violencia y pérdida de libertad. Por eso digo a quienes crean, quieran y sepan, no dejemos de orar: sólo Dios salva y une y de Él viene la unidad, brota el amor, la misericordia, la paz.
Oremos por España, sus gentes, los que sufren y pagan cuando se siembra división y enfrentamiento, que son siempre los más pobres, en los que tendríamos que pensar por encima de todo, porque con ellos se identifi ca el Señor.
© La Razón