Isaías 66, 1014c;
Gálatas 6, 1418;
Lucas 10, 112.17-20
También esta vez comentamos el evangelio con la ayuda del libro del Papa Benedicto XVI sobre Jesús. Antes, sin embargo, desearía hacer una observación de carácter general. La crítica hecha al libro del Papa desde algunos sectores es que se atenga a lo que dicen los evangelios sin tener en cuenta los resultados de la investigación histórica moderna, la cual llevaría, según aquellos, a conclusiones muy distintas. Se trata de una idea muy difundida que está alimentando toda una literatura del tipo El código da Vinci de Dan Brown y obras de divulgación histórica basadas en el mismo presupuesto.
Creo que es urgente aclarar un equívoco fundamental presente en todo ello. La idea de una investigación histórica sobre Jesús unitaria, rectilínea, que procede imparable hacia una plena luz sobre Él es un puro mito que se intenta hacer creer a la gente, pero en el que ningún historiador serio de hoy cree ya. Cito a una de las más conocidas representantes de la investigación histórica sobre Jesús, la americana Paula Fredriksen: «Los libros se multiplican -escribe-. En la investigación científica reciente Jesús ha sido presentado como la figura de un santón del siglo primero, como un filósofo cínico itinerante, como un visionario radical y un reformador social que predica una ética igualitaria a favor de los últimos, como un regionalista galileo que lucha contra la convenciones religiosas de la élite de Judea (como el templo y la Torah ), como un campeón de la liberación nacional o, al contrario, como su opositor y crítico, y así sucesivamente. Todas estas figuras han sido presentadas con argumentos académicos rigurosos y metodología; todas han sido defendidas apelando a datos antiguos. Los debates continúan a rienda suelta y el consenso –incluso sobre puntos tan básicos como qué constituye evidencia y cómo interpretarla- parece una remota esperanza» [1].
A menudo se apela a los nuevos datos y a los descubrimientos recientes que por fin habrían situado la investigación histórica en una posición de ventaja respecto al pasado. Pero lo abiertas que son las consecuencias derivadas de estas nuevas fuentes históricas se desprende del hecho de que éstas han dado lugar a dos imágenes de Cristo opuestas e inconciliables entre sí, aún presentes en este contexto. Por un lado, un Jesús «judío de pies a cabeza»; por otro, un Jesús hijo de la Galilea helenizada de su tiempo, impregnado de filosofía cínica.
A la luz de este dato de hecho, me pregunto: ¿qué debería haber hecho el Papa? ¿Escribir la enésima reconstrucción histórica para debatir y rebatir todas las objeciones contrarias? Lo que el Papa ha optado por hacer ha sido presentar en positivo la figura y la enseñanza de Jesús como es entendido por la Iglesia, partiendo de la convicción de que el Cristo de los evangelios es, también desde el punto de vista histórico, la figura más creíble y segura.
Tras esta aclaración, pasemos al evangelio del domingo. Se trata del episodio del envío en misión de los setenta y dos discípulos. Después de haberles dicho cómo deben ir (de dos en dos, como corderos, sin llevar dinero...), Jesús les explica también qué deben anunciar: «Decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros..."».
Se sabe que la frase «Ha llegado a vosotros el Reino de Dios» es el corazón de la predicación de Jesús y la premisa implícita de toda su enseñanza. El Reino de Dios ha llegado entre vosotros, por eso amad a vuestros enemigos; «el Reino de Dios ha llevado entre vosotros», por eso si tu mano te escandaliza córtala: es mejor entrar manco en el Reino de Dios que con las dos manos quedarse fuera... Todo toma sentido del Reino.
Siempre se ha discutido sobre qué entendía precisamente Jesús con la expresión «Reino de Dios». Para algunos sería un reino puramente interior que consiste en una vida conforme a la ley de Dios; para otros sería, al contrario, un reino social y político que debe realizar el hombre, si es necesario también con la lucha y la revolución. El Papa pasa revista a estas interpretaciones del pasado y observa lo que tienen en común: el centro del interés se traslada de Dios al hombre; ya no se trata de un Reino de Dios, sino de un reino del hombre, del que el hombre es el artífice principal. Ésta es una idea de reino compatible, en última instancia, también con el ateísmo.
En la predicación de Jesús la venida del Reino de Dios indica que, enviando en el mundo a Su Hijo, Dios ha decidido –por así decirlo- tomar personalmente en su mano la suerte del mundo, comprometerse con él, actuar desde su interior. Es más fácil intuir qué significa Reino de Dios que explicarlo, porque es una realidad que sobrepasa toda explicación.
Sigue aún muy difundida la idea de que Jesús esperara un inminente fin del mundo y de que, por lo tanto, el Reino de Dios por Él predicado no se realizara en este mundo, sino en lo que nosotros llamamos «el más allá». Los evangelios contienen, en efecto, algunas afirmaciones que se prestan a esta interpretación. Pero ésta no se tiene en pie si se mira el conjunto de las palabras de Cristo: «La enseñanza de Jesús no es una ética para aquellos que esperan un rápido fin del mundo, sino para aquellos que han experimentado el fin de este mundo y la llegada en él del Reino de Dios: para aquellos que saben que "las cosas viejas han pasado" y el mundo se ha convertido en una "nueva creación", dado que Dios ha venido como rey» (Ch. Dodd). En otras palabras: Jesús no ha anunciado el fin del mundo, sino el fin de un mundo, y en ello los hechos no le han desmentido.
Pero también Juan Bautista predicaba este cambio, hablando de un inminente juicio de Dios. ¿Entonces dónde está la novedad de Cristo? La novedad se contiene del todo en un adverbio de tiempo: «ahora», «ya». Con Jesús el Reino de Dios ya no es algo sólo «inminente», sino presente. «El aspecto nuevo y exclusivo del mensaje de Jesús –escribe el Papa- consiste en el hecho de que Él nos dice: Dios actúa ahora –es ésta la hora en la que Dios, de una forma que va más allá de cualquier otra modalidad precedente, se revela en la historia como su mismo Señor, como el Dios viviente».
De aquí surge ese sentido de urgencia que se trasluce en todas las parábolas de Jesús, especialmente en las llamadas «parábolas del Reino». Ha sonado la hora decisiva de la historia, ahora es el momento de tomar la decisión que salva; el banquete está preparado: rechazar entrar porque se acaba de tomar esposa o se acaba de comprar un par de bueyes o por otro motivo, significa estar excluidos para siempre y ver el propio lugar ocupado por otros.
Partamos de esta última reflexión para una aplicación práctica y actual del mensaje escuchado. Lo que Jesús decía a sus contemporáneos sirve también para nosotros hoy. Ese «ahora» y «hoy» permanecerá invariable hasta el fin del mundo (Hb 3,13). Esto significa que la persona que escucha hoy, tal vez por casualidad, la palabra de Cristo: «El tiempo de Dios se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15), se encuentra ante la misma elección que aquellos que la escuchaban hace dos mil años en una aldea de Galilea: o creer y entrar en el Reino, o rechazar creer y quedarse fuera.
Lamentablemente, la de creer parece en cambio la última de las preocupaciones para muchos que leen hoy el Evangelio o escriben libros sobre él. En lugar de someterse al juicio de Cristo, muchos se erigen en sus jueces. Jesús está más que nunca bajo proceso. Se trata de una especie de «juicio universal» al revés. Sobre todo los estudiosos corren este peligro. El estudioso debe «dominar» el objeto de la ciencia que cultiva y permanecer neutral ante él; ¿pero cómo «dominar» o ser neutrales ante el objeto, cuando se trata de Jesucristo? En este caso, más que «dominar» cuenta «dejarse dominar».
El Reino de Dios era tan importante para Jesús que nos enseñó a orar cada día por su venida. Nos dirigimos a Dios diciendo: «Venga tu Reino»; pero también Dios se dirige a nosotros y dice por boca de Jesús: «El Reino de Dios ha venido entre vosotros; no esperéis, ¡entrad en él!».