Isaías 49, 1-6;
Hechos 13, 22-26;
Lucas 1, 57-66.80
En el espacio del XII domingo del Tiempo Ordinario, este año se celebra la Natividad de San Juan Bautista. Se trata de una fiesta antiquísima; se remonta al siglo IV. ¿Por qué la fecha del 24 de junio? Al anunciar el nacimiento de Cristo a María, el ángel le dice que Isabel, su pariente, está en el sexto mes. Por lo tanto el Bautista debía nacer seis meses antes que Jesús y de este modo se respeta la cronología (el 24, en vez del 25 de junio, se debe a la forma de calcular de los antiguos, no por días, sino por Calendas, Idus y Nonas). Naturalmente estas fechas tienen valor litúrgico y simbólico, no histórico. No conocemos el día ni el año exacto del nacimiento de Jesús y por lo tanto tampoco del Bautista. Pero, ¿esto qué cambia? Lo importante para la fe es el hecho de que ha nacido, no cuándo ha nacido.
El culto se difundió rápidamente y Juan Bautista se convirtió en uno de los santos a los que están dedicadas más iglesias en el mundo. Veintitrés papas tomaron su nombre. Al último de ellos, al Papa Juan XXIII, se le aplicó la frase que el Cuarto Evangelio dice del Bautista: «Hubo un hombre enviado por Dios; se llamaba Juan». Pocos saben que la denominación de las siete notas musicales (Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si) tienen relación con Juan Bautista. Se obtienen de la primera sílaba de los siete versos de la primera estrofa del himno litúrgico compuesto en honor al Bautista.
El pasaje del Evangelio habla de la elección del nombre de Juan. Pero es importante también lo que se escucha en la primera lectura y en el salmo responsorial de la festividad. La primera lectura, del libro de Isaías, dice: «El Señor desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre. Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió; hízome como saeta aguda, en su carcaj me guardó». El salmo responsorial vuelve sobre este concepto de que Dios nos conoce desde el seno materno:
«Tú mis vísceras has formado,
me has tejido en el vientre de mi madre...
Mi embrión tus ojos veían».
Tenemos una idea muy reductiva y jurídica de persona que genera mucha confusión en el debate sobre el aborto. Parece como si un niño adquiriera la dignidad de persona desde el momento en que ésta le es reconocida por las autoridades humanas. Para la Biblia persona es aquél que es conocido por Dios, aquél a quien Dios llama por su nombre; y Dios, se nos asegura, nos conoce desde el seno materno, sus ojos nos veían cuando éramos aún embriones en el seno de nuestra madre. La ciencia nos dice que en el embrión existe, en desarrollo, todo el hombre, proyectado en cada mínimo detalle; la fe añade que no se trata sólo de un proyecto inconsciente de la naturaleza, sino de un proyecto de amor del Creador. La misión de San Juan Bautista está toda trazada, antes de que nazca: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos...».
La Iglesia ha considerado que Juan Bautista fue santificado ya en el seno materno por la presencia de Cristo; por esto celebra la festividad de su nacimiento. Esto nos ofrece la ocasión para tocar un problema delicado, que se ha convertido en agudo a causa de los millones de niños que, sobre todo por la terrible difusión del aborto, mueren sin haber recibido el bautismo. ¿Qué decir de ellos? ¿También han sido de alguna manera santificados en el seno materno? ¿Hay salvación para ellos?
Mi respuesta es sin vacilación: claro que hay salvación para ellos. Jesús resucitado dice también de ellos: «Dejad que los niños vengan a mí». Según una opinión común desde la Edad Media, los niños no bautizados iban al Limbo, un lugar intermedio en el que no se sufre, pero tampoco se goza de la visión de Dios. Pero se trata de una idea que no ha sido jamás definida como verdad de fe por la Iglesia. Era una hipótesis de los teólogos que, a la luz del desarrollo de la conciencia cristiana y de la comprensión de las Escrituras, ya no podemos mantener.
Cuando expresé hace tiempo esta opinión mía en uno de estos comentarios dominicales, recibí diferentes reacciones. Algunos mostraban gratitud por esta toma de posición que les quitaba un peso del corazón; otros me reprochaban que entrara en la doctrina tradicional y disminuyera la importancia del bautismo. Ahora la discusión está cerrada porque recientemente la Comisión Teológica Internacional que trabaja para la Congregación [vaticana] para la Doctrina de la Fe ha publicado un documento en el que afirma lo mismo.
Me parece útil volver sobre el tema a la luz de este importante documento para explicar algunas de las razones que han llevado a la Iglesia a esta conclusión. Jesús instituyó los sacramentos como medios ordinarios para la salvación. Son, por lo tanto, necesarios, y quien pudiéndolos recibir, contra la propia conciencia los rechaza o los descuida, pone en serio peligro su salvación eterna. Pero Dios no se ha atado a estos medios. Él puede salvar también por vías extraordinarias, cuando la persona, sin culpa suya, es privada del bautismo. Lo ha hecho, por ejemplo, con los Santos Inocentes, muertos también ellos sin bautismo. La Iglesia siempre ha admitido la posibilidad de un bautismo de deseo y de un bautismo de sangre, y muchos de estos niños han conocido de verdad un bautismo de sangre, si bien de naturaleza distinta...
No creo que la clarificación de la Iglesia aliente el aborto; si así fuera sería trágico y habría que preocuparse seriamente, no de la salvación de los niños no bautizados, sino de los padres bautizados. Sería burlarse de Dios. Tal declaración dará, al contrario, un poco de alivio a los creyentes que, como todos, se cuestionan consternados por la suerte atroz de muchos niños del mundo de hoy.
Volvamos a Juan Bautista y a la fiesta del domingo. Al anunciar a Zacarías el nacimiento de su hijo, el ángel le dijo: «Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento» (Lucas 1, 1314). Muchos en verdad se han alegrado por su nacimiento, si a la distancia de veinte siglos seguimos aún hablando de ese niño.
Desearía hacer de esas palabras la expresión de un deseo a todos los padres y madres que, como Isabel y Zacarías, viven el momento de la espera o del nacimiento de un niño: ¡que también vosotros podáis gozaros y alegraros en el niño o en la niña que Dios os ha confiado y os alegréis de su nacimiento por toda vuestra vida y por la eternidad!