Impresionante la parábola evangélica de este domingo, en la que nos sentimos reflejados. Nos sentimos reflejados en la actitud del fariseo que subió al templo. Cuántas veces delante de Dios le pasamos factura por el bien que hemos hecho. Pensamos que Dios nos tendría que tratar de otra manera, tendría que pagarnos los servicios prestados, porque le hemos servido, hemos cumplidos sus mandamientos, nos hemos portado bien con Él.
Y si nos ponemos a compararnos con los demás, peor todavía. Pensamos tantas veces que el otro no se merece tanto bien como le acontece en la vida. Miramos de reojo al que ha tenido un traspié, nos consideramos más que él. Delante de Dios nos sentimos buenos y nos llenamos de orgullo. Esa oración no sirve más que para aumentar nuestro ego, y de ella salimos peor de lo que hemos entrado.
Por el contrario, el publicano subió a la oración con el alma humillada. Es consciente de su pecado, se da cuenta de que no tiene remedio por sí mismo. Que se ha propuesto tantas veces ser bueno y otras tantas le ha traicionado su debilidad. Ante Dios, le brota espontánea la humildad de reconocer lo que es, un pecador. No se compara con nadie, porque a los demás los juzga mejores que él. No por ello se siente deprimido, porque confía en el Señor y por eso acude a él, diciendo: ¡Señor, ten piedad (Kyrie eleison)! También nos sentimos identificados tantas veces con esta actitud del publicano.
Jesús dijo esta parábola por “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” (Lc 18,9). Es una seria advertencia para nosotros, sus oyentes, sus discípulos. La religión cristiana no pretende pisotear nuestras cualidades, nuestra dignidad, lo que somos de verdad. Jesús nos enseña a vivir en la verdad de nosotros mismos, sin fantasías que nos engañan. La humildad es vivir en la verdad, y la verdad es que no somos nada, recuerda Santa Teresa de Jesús.
Pero en este poco o nada que somos, Dios ha fijado sus ojos para elevarnos haciéndonos hijos suyos. La gran dignidad humana se fundamenta en lo que Dios ha hecho por nosotros. Siendo injustos y pecadores, Dios ha tenido compasión de nosotros y nos ha hecho hijos suyos. No saber esto lleva al ser humano a buscar apoyos ficticios, a apoyarse en sí mismo o apoyarse en los demás. La autoafirmación de sí mismo conduce al orgullo, y es una señal manifiesta de debilidad; o incluso lleva a apoyarse en el aplauso de los demás, que pasa como un ruido vacío.
La sustancia de la dignidad humana está en la fuerza de Dios, que nos ha enviado a su Hijo para hacernos hijos suyos y nos ha dado de su Espíritu Santo para envolvernos en su amor. Cuando reconocemos nuestra debilidad porque la palpamos tal cual es, percibimos más que nunca la fuerza de Dios que nos sostiene en su amor. Así, cuando nos sentimos pobres y pequeños, nos gozamos en la fuerza y el amor de Dios, que se complace en su criatura.
Por eso, en una visión cristiana tiene tanta importancia el pobre y el desvalido, porque nos recuerdan a todos nuestra condición y nos actualizan más todavía ese amor que está al fondo de nuestra existencia, el amor de Dios. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. “Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa”. La vida cristiana, la vida de Cristo en nosotros es un camino de humildad, que se alimenta de humillaciones. No nos apoyamos en lo que ya tenemos, y menos aún en el juicio ajeno, que tantas veces se equivoca. La vida del cristiano se apoya en Dios, esa es su roca firme. Y cuando se dirige a Dios, lo hace con plena confianza: Señor, ten compasión de este pecador. La oración hecha con humildad nos va regenerando por dentro.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba.