La iniciativa partió de la Izquierda Insumisa de Melenchon y rápidamente fue apoyada por Macron y su partido que, en teoría, ocupa el centro del escenario político francés. Finalmente se adhirió todo el grupo lepenista con excepciones. Fueron la gran mayoría de diputados los que aprobaron que el aborto fuera un derecho constitucional, algo único en el mundo. La única excepción fueron partidos menores, como el de Zemmour y su partido Reconquista o diputados de Los Republicanos.
Es evidente lo que reúne a las principales fuerzas francesas: la muerte al ser humano engendrado para que la mujer no tenga por qué asumir la maternidad que no desea. Y esta es una palabra clave, el deseo.
La misma palabra que vuelve a aparecer en la raíz de la cuestión del aborto, porque éste, en su génesis y desarrollo, no tiene otra razón de ser que el deseo de mantener relaciones sexuales sin ningún tipo de límites ni condicionantes, como los que la mujer tendría con la maternidad.
Hay en todo esto una ruptura traumática con el sentido humano de vivir la vida, con la antropología que nos ha configurado como civilización. Claro, que se puede decir que eso hoy en día ya es posible con los métodos anticonceptivos extraordinariamente extendidos y de una eficacia notable; pero hay errores y también hay otra cosa: se quiere una determinada “naturalidad” en el acto sexual, o bien no se quiere prescindir de aquello que, para entendernos rápido, se puede llamar el "aquí te pillo, aquí te mato".
En definitiva, el aborto no es nada más que la consecuencia de una concupiscencia y en muchos casos una promiscuidad -palabra ésta casi desaparecida- sin freno, llevada a un estadio de máximos. Es la expresión síntesis de la sociedad desvinculada: el aborto es el ídolo sangriento de la desvinculación porque rompe la relación que en el imaginario humano es la más sagrada de todas, la relación entre la madre y su hijo, la donación materna. Ahora se trata de impedir que el ser humano nazca para satisfacer un placer personal. Este es el derecho constitucional que ha proclamado Francia. El nuevo Moloch.
El aborto siempre ha existido, pero nunca hasta finales del siglo XX y en el actual ha tenido un alcance tan masivo. Con la excepción de los inicios de la Rusia bolchevique y la China de Mao, cuando era visto, no como instrumento de emancipación de la mujer, porque no eran regímenes que permitieran la emancipación de nadie, sino como la condición necesaria para forzar el desarrollo de la industrialización, aplicando la mayor fuerza de trabajo, lo que exigía que la mujer no viera interrumpida su tarea laboral por la maternidad. Se buscaba la equiparación con el hombre, pero en estos términos productivistas a ultranza.
Fueron aquellas dictaduras las precursoras de lo que ahora se considera en Francia un derecho constitucional. Es bien extraño, nunca ha existido un precedente semejante: que de unas dictaduras terribles surja el precedente de lo que después será considerado como derecho máximo en nuestras sociedades llamadas democráticas. Porque esta es la realidad histórica. El forzar a la mujer a trabajar como un hombre en la URSS y en la China comunista ha llegado a ser un derecho constitucional favorable a las mujeres en Francia. ¿No os parece que todo esto está profundamente desencajado, que no cuadra en el razonar los hechos?
Claro que este tipo de contradicción no termina ahí. En el Japón derrotado y ocupado por Estados Unidos, el aborto fue rápidamente permitido por la autoridad estadounidense. Se producía a ojos de hoy una paradoja: las mujeres del país derrotado podían abortar mientras que las norteamericanas, el país ganador, lo tenían prohibido. ¿Cómo puede entenderse esta contradicción de que la potencia dominante confiere más derechos a las mujeres del país vencido, mientras discrimina a las suyas? La razón es muy evidente: porque la utilidad del aborto no era entendida como un derecho favorable a la mujer, sino un instrumento para impedir que nacieran hijos de los numerosos matrimonios mixtos entre soldados americanos y japoneses.
Era un instrumento al servicio de fines que nada tienen que ver con la emancipación de la mujer, porque el aborto no la emancipa, al contrario, la convierte en algo que históricamente las culturas han evitado, y de una manera especial el cristianismo: el estar atadas al deseo sexual, que en la mujer requiere, para no generar sufrimiento, estar vinculado a una relación no solo fisiológica, sino emotiva, creadora de vínculos, de amor. Al negar esta especificidad femenina, al querer convertirla en un hombre, el resultado es todo lo contrario a su realización personal. Algo que el paso del tiempo y la amargura, si no daños peores, va confirmando en cada una de ellas.
Cuando el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictó la famosa sentencia Roe contra Wade configuró una especie de caja negra, en el sentido de que omitía toda consideración sobre la naturaleza y derechos, sobre la simple existencia del ser humano engendrado. Éste no existía, lo que es una barbaridad, es el rechazo de la realidad y esto en sí mismo siempre significa algo que resulta grave, porque para satisfacer un deseo se niega la evidencia de lo real. ¿Qué mentalidades se construyen a partir de este hecho? Ya están a la vista y las sufrimos todos: la sociedad desvinculada, cuyo ídolo es el aborto, es también la sociedad de la policrisis.
El aborto siempre ha estado entre nosotros, pero existe una diferencia radical entre nuestro tiempo y el pasado: su conversión de un mal o, en todo caso un mal menor, en un derecho. El segundo cambio es cuantitativo: el aborto masivo, a pesar de la generalización de los métodos anticonceptivos. Nunca antes se habían producido cada año tantas víctimas. Por último, un tercer elemento que también imprime mentalidades: la eugenesia ha vuelto por la puerta del aborto. Se practica de forma generalizada y sin paliativos. El fiasco nazi la desautorizó, pero ahora ahí está de nuevo.
Pues bien, todo esto tiene su origen y desarrollo en el feminismo, el de segunda generación en Estados Unidos, de las mujeres WASP (blanca anglosajona protestante de la burguesía americana), el que sucedió a las sufragistas y ha evolucionado en el actual de la guerra de géneros. Sin este envite feminista la tragedia del aborto no tendría la dimensión actual, porque en realidad, desde Betty Friedan, el trasfondo común es al mismo tiempo el principal vector de la desvinculación: la satisfacción de la pulsión pasional del deseo, sin cauces, límites ni restricciones. No hay sociedad que lo resista.
Publicado en Forum Libertas.