Estamos en tiempo de Navidad, y desde hace ya algunos días vengo leyendo y escuchando en los medios de comunicación social decisiones políticas que atañen a lo que estamos viviendo y celebrando en estos días, el nacimiento de Jesús en Belén, hace más de dos mil años.
El Ayuntamiento de Madrid ha decidido este año no colocar el clásico Belén en la Puerta de Alcalá. En palabras de su alcaldesa, Manuela Carmena, tal decisión ha sido tomada para no herir la sensibilidad de los musulmanes.
El Ayuntamiento de Valencia, regido por Joan Ribó, ha decidido este año eliminar de la tradicional cabalgata de Reyes a San José, presentando a María como una madre soltera. Las escenas de la vida de Jesús, al igual que San José, también han sido eliminadas.
Es cierto que vivimos en una sociedad multicultural y multirreligiosa, pero que nadie se equivoque, a ningún musulmán, exceptuando los fundamentalistas, ofende la representación de algo que es propio de nuestra cultura y tradición cristiana. Detrás de estas decisiones no está el respeto a otras tradiciones religiosas, se encuentra el laicismo más beligerante que consiste en sacar fuera de la sociedad, arrinconando al desván del pasado, toda referencia a lo que huela a cultura religiosa. Es muy difícil, por no decir imposible, respetar a otras personas y sus tradiciones si no respetamos lo que es nuestro.
El laicismo excluye toda referencia a cualquier religión, en el ámbito social y público, relegándolo a lo personal y privado. En estos momentos, nos quieren colar el laicismo como algo necesario para la convivencia y el respeto a las personas que, viniendo de fuera, no comparten nuestras tradiciones culturales.
Frente al laicismo imperante, que como hemos visto es excluyente, está la laicidad, la sana laicidad. A simple vista, ambos términos parecen sinónimos pero realmente son antagónicos.
La sana laicidad parte de la separación de las dos esferas, lo político y lo religioso. En palabras de Jesús, “dad al César lo que es del César y a Dios, lo que es de Dios” (Lc 20,25).
Que haya separación, diferencias, entre lo político y lo religioso, no implica exclusión -como aboga el laicismo- de uno hacia lo otro, sino respeto y colaboración. Extraigo un fragmento del discurso del Papa emérito, Benedicto XVI, a los juristas católicos el 9 de diciembre de 2006: “La sana laicidad implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes”.