Vamos a celebrar la Navidad. Y, de inmediato, surgen no pocas preguntas. ¿Qué celebramos en estas entrañables fiestas? ¿El calor del hogar, la familia, la infancia, la ternura? ¿Las proyecciones o las nostalgias hacia un mundo idílico, más acogedor y más pacífico? ¿El ajetreo de una fiesta donde únicamente se da consumismo, frivolidad, vacío u olvido de los problemas?... ¿Qué tiene que ver todo esto con la Navidad? ¿Qué estamos haciendo de ella?
La Navidad, de suyo, debería traernos al espíritu todos los problemas del destino del hombre, todas las tragedias que sufre gran parte de la humanidad –por no decir toda–, todas nuestras violencias, de tal manera que, sin abandonar la esperanza, nos cuestionásemos honradamente nuestra respuesta de fe cristiana, y aun la mera respuesta del hombre que se interroga y busca luz ante la situación que estamos viviendo.
A pesar de todo lo que la desfigura –los grandes gastos de consumo y los despilfarros sin base ni sentido de estos días, las palabras convencionales de unas frases humanitarias que suenan a hueco en un mundo tan deshumanizado, o los burgueses y estrechos sentimentalismos con que a veces se le rodea–, la Navidad este año y siempre nos invita a que entremos limpiamente en la hondura de su verdad y la acojamos, para vivirla, sin reticencias ni sospechas. Detrás de la exterioridad de las fiestas navideñas, se esconde la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él; Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la respuesta y esta es la verdad!
No es otra la clave de la Navidad, ni otra la sustancia y raíz de lo que celebramos que la encarnación de Dios, o sea, su condescendencia extrema con el hombre perdido y desgraciado, amenazado y sufriente; y el origen de esta condescendencia tan extraña es el amor de Dios al hombre. Dios se ha apasionado por el hombre y se ha volcado por entero y sin reserva en favor del hombre, criatura tan fugaz, tan injusta y desgraciada con no poca frecuencia, tan violenta y endurecida a veces. Y sin embargo, aunque parezca extraño y le repugne a la “sabiduría” de los “sabios y entendidos” de este mundo, Dios, no por necesidad ni por un impulso ciego, sino por amor, se ha apasionado por el hombre, por su historia y su destino y ha querido compartirlos.
Ha entrado por completo en nuestra historia, hecha de dolores y de búsquedas, de alegrías y esperanzas; se ha identificado con ella; ya la suerte de nuestra historia es inseparable de Dios que ha enviado a su Hijo, Emmanuel (Dios-con-nosotros, Dios con el hombre y para el hombre). No es posible concebir, ni menos realizar, la historia humana sin Jesucristo y menos en contra de Él, que ha introducido en ella y ha hecho germinar para siempre el valor y la dignidad inviolable de todo ser humano. A partir de Jesucristo, cercanía suprema de Dios e identificación plena con la Humanidad –con cada uno de los hombres–, ningún ser humano puede ser pisoteado o denigrado, herido o eliminado.
La celebración de la Navidad nos está gritando que no cabe ya dar la espalda al hombre, cuando se vive de cara a Dios, porque Él ha dado la cara por el hombre. Sin embargo, son tantas las cosas y tantos los acontecimientos de un tiempo a esta parte, intensificados en nuestros días, que nos muestran un mundo que, de hecho y cruelmente, da la espalda al hombre, a pesar de todas las proclamas en sentido contrario... Por raro que suene a muchos oídos de hoy, esto está sucediendo al tiempo que se le da la espalda a Dios ¿mera coincidencia, o consecuencia?
No es ajeno, en efecto, este caminar al margen de Dios, sin Él o contra Él, al andar en dirección contraria a la verdad del hombre, darle la espalda con la violencia y el terrorismo, con la venganza y el odio que estamos percibiendo en las guerras, con el amplísimo número de los sin techo o de los inmigrantes que dejan sus pueblos en situaciones de tantísima precariedad, con el hambre y la injusticia estructural en el mundo, con la difusión del execrable crimen del aborto o de la “fabricación” manipulación de los embriones humanos hasta la clonación misma, con el tráfico y el consumo de las drogas que alienan y envilecen, con la destrucción de la familia, y ese largo, excesivamente largo, cúmulo de abusos y ataques a la dignidad de la persona humana.
Lo que estamos viviendo en esta etapa de la historia de la Humanidad debería volvernos más a Dios para volvernos más a los hombres. ¡Es posible que todo hombre sea amado y querido por sí mismo, que todo ser humano sea reconocido y respetado en su dignidad inviolable más propia, que todos podamos gozar de la libertad que manifiesta la verdad más auténtica de la persona, que se establezca la paz y la Justicia! ¡Es posible que cese el terrorismo espantoso, tan contrario a Dios como al hombre, o que se instaure la paz en Oriente Medio, o que se respeten los derechos humanos en Sudán y en otros rincones de la tierra, o que se proteja la familia y la vida desde su concepción! No inventamos nada nuevo, no soñamos con una utopía inalcanzable y meramente bonita. Es ya real, a partir de Jesucristo, en nuestra historia. En el tronco envejecido y agostado de la humanidad de hace más de 2000 años, ha brotado un vástago nuevo, un Hombre Nuevo: Jesús, Salvador y esperanza.
Pido a Dios que en esta Navidad todos nos abramos más a Él y acojamos al que viene en su nombre, y así podamos seguir su camino en toda la tierra que es el camino del hombre, el que conduce a la paz. Deseo que todos tengan el don y la dicha –la gracia– de conocer a Jesucristo, acogerle en la vida como criterio de la inteligencia y del corazón, como fuente y meta de la vida, de la razón, de la libertad, de la convivencia, y del amor. Es el bien más grande y más gratificante y dichoso que puedo pedir y desear para la vida del hombre y de la sociedad.
Esto es lo que necesitamos en el mundo entero, y concretamente en España, tras sus elecciones generales. Esto es lo que nos dice también el Encuentro Europeo de Jóvenes organizado por la comunidad de Taizé que se va a celebrar estos días en Valencia: un gran signo de Navidad y esperanza. ¡Santa y Feliz Navidad a todos!