Este año 2015 ha estado caracterizado en Europa por dos gravísimos atentados terroristas de matriz islámica: el 7 de enero en la sede del periódico satírico francés Charlie Hebdo y el 13 de noviembre el atentado múltiple en el teatro Bataclan, en el Stade de France y en tres restaurantes parisinos. Este mismo año Boko Haram, en Nigeria, ha perpetrado una gran cantidad de actos de violencia y de persecución haciendo estallar iglesias cristianas, asesinando a un gran número de fieles y secuestrando a jóvenes cristianas, entre otros.
Se trata de un claro retorno de las guerras de religión. Se sabe que detrás de las mismas existen otras causas, pero es indudable que hoy, en estos graves casos, el factor religioso es el que sintetiza todos los demás. De hecho, cuando se habla de guerras de religión no se sostiene que el factor religioso es el único, sino que es el que resume todos los otros, coordinándolos dada su supremacía en cuanto a capacidad de movilización de las personas. También en los siglos XVI y XVII las guerras de religión no eran sólo de religión, sino que el factor religioso concentraba el resto de factores. Así sucede hoy en esta dramática vuelta de las guerras de religión.
Sin embargo, examinando los hechos de este año 2015 nos damos cuenta de que no sólo hay las guerras de religión, sino que hay también una guerra a la religión y, en particular, a la religión católica. No se trata de una guerra declarada, convencional, que utiliza armas y estrategias militares. Es posible llamarla guerra sólo en sentido metafórico. Es un conflicto, una lucha a través de las leyes, las políticas, las intervenciones de los organismos internacionales, los despidos, las intimidaciones, la utilización de los medios de comunicación y el uso de recursos ingentes para hacer propaganda contra la religión católica y sus presupuestos.
Mientras que las guerras de religión están ubicadas sobre todo en las áreas de los Califatos, esta guerra a la religión se lleva a cabo sobre todo en Occidente y, en particular, en Europa. Sin embargo, dentro de las fronteras del viejo continente repercuten también las guerras de religión, visto el fenómeno del terrorismo y el reclutamiento de las milicias islámicas en los suburbios de las grandes ciudades europeas (sobre todo en Bruselas, pero no solo) entre los inmigrantes de segunda y de tercera generación. Europa es el epicentro de ambas tendencias: de las guerras de religión y de la guerra a la religión.
Entre estos dos aspectos hay profundas conexiones. Occidente está demasiado preocupado por su guerra interna a la religión para poder ocuparse de las guerras de religión en Siria o Nigeria. Está demasiado ocupado rompiendo sus propios vínculos con la religión y proclamando la indiferencia ante las religiones, lo que le debilita y le incapacita para defender en el mundo el derecho a la libertad religiosa; derecho que, en cierto sentido, es una invención suya.
Occidente no se pronuncia acerca de las persecuciones a los cristianos que ya tienen, desgraciadamente, cifras de genocidio y no ha encontrado hasta ahora el impulso moral para intervenir protegiendo a las poblaciones víctimas de los Califatos o de los regímenes despóticos de base religiosa. Occidente está cada vez más cansado y -Europa en particular- desangrado moralmente por su obstinada guerra contra la religión.
No obstante, se observa una cierta inversión de tendencia en los países de Europa del este. Estos, después del largo invierno bajo el comunismo, vuelven, de una manera aún incierta y confusa, no sólo a la ética sino también a la religión. Este fenómeno, si se dirige de manera adecuada, da esperanza. De hecho, precisamente en estos países surgen actitudes de intervención en la gran escena internacional que están fuera de los rígidos esquemas de las conveniencias de la política institucional, con una renovada capacidad de mirar de frente a la religión y las religiones, sin ponerlas todas al mismo nivel, lo que equivale a privarlas de su distinta relevancia pública.
Occidente está aún muy vinculado a su propio concepto de libertad religiosa, un concepto restrictivo, individualista, que valora en las religiones sólo el sentimiento de adhesión individual y no el significado objetivo de sus creencias. Un concepto relativista, que no permite concretar, en las religiones, aspectos que habría que contener o combatir, que rechazar en nombre de la razón y de la verdadera religión y que no permite, por consiguiente, encontrar la fuerza para intervenir cuando en nombre de la religión se producen violencias inhumanas y se niegan los mismos derechos humanos fundamentales sobre los que se basa el propio derecho a la libertad religiosa, nacido en Occidente.
Los países occidentales importan religiones y exportan relativismo. Los otros lo perciben como un ámbito en el que entrar pero del que no aprender nada. Si un país como Inglaterra, que tiene una larga y elevada tradición jurídica, admite institutos jurídicos propios de la sharia islámica, incluida la presencia de tribunales islámicos, significa que Occidente ha desaprendido el uso de la razón al que el cristianismo le había educado.
Estas consideraciones atañen también a la gestión de la emigración. Las guerras de religión, que penetran hasta las calles de las ciudades occidentales como demuestran los atentados terroristas, encuentran un terreno favorable pues en ellas se ha llevado a cabo una guerra a la religión.
No es posible prever hoy si las religiones presentes en Occidente se aliarán entre ellas contra la guerra a la religión, o si se acomodarán intentando lucrarse a favor de un corporativismo religioso. Este podría ser también el plan del islam en Occidente. Tampoco se puede prever si en las religiones prevalecerá el secularismo de la guerra a la religión o si sucederá lo contrario.
Mucho dependerá de otro factor de estas nuevas guerras: el aspecto demográfico. El índice de natalidad de los emigrantes en Occidente que están aún muy vinculados a su religión es mucho más alto que el de los países occidentales; de hecho, dentro de unos decenios habrá un adelantamiento por parte de los primeros en algún país europeo. Es verdad que al estar en contacto con la vida occidental, también la natalidad de las familias islámicas -por plantear el ejemplo más interesante- tiende a disminuir y tal vez determinadas previsiones de un adelantamiento masivo y precoz deberán ser corregidas, pero la brecha sigue siendo, a pesar de todo, significativa.
La vida no puede ser una forma de guerra. Sin embargo, así como en las guerras de elevada identidad religiosa existe el triste fenómeno de las violaciones en masa, también la procreación puede tener un objetivo competitivo. Muchos musulmanes europeos no esconden que se trata de un conflicto que se lleva adelante también de esta forma.
Frente a estos problemas complejos, la doctrina social de la Iglesia tiene que contribuir de una manera que no sea genérica, moralista y simplista, sino realista. Los términos paz, acogida y solidaridad pueden estar llenos de deformaciones ideológicas si no se tienen en cuenta la verdad y la realidad de las cosas. La doctrina social de la Iglesia no es un saber abstracto; es concreto no sólo porque ofrece también pistas para una solución, sino ante todo porque es realista, ve al hombre a la luz de Cristo, concreto en todas sus verdaderas necesidades, mientras que las ideologías, incluida la del pacifismo, lo deforman según esquemas que vienen de lo alto en función de intereses particulares.
El camino de salida de las guerras de religión y de la guerra a la religión es que se lleve a cabo, una vez visto y aceptado el vínculo entre las dos dimensiones, una revisión profunda de cómo Occidente quiere considerar la religión y en particular la religión cristiana, tal como ha enseñado durante mucho tiempo Benedicto XVI, porque de esto dependerá también el modo cómo Occidente mirará a las otras religiones y cómo éstas mirarán a Occidente.
Publicado en Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la doctrina social de la Iglesia.