Este Año de la Misericordia será, inevitablemente, ocasión pintiparada para que nos bombardeen las meninges con teologías mamarrachoides y almibaradas. Como ya nos advirtiera Chesterton, el mundo se ha llenado de “virtudes cristianas que se han vuelto locas”; y para volver locas las virtudes no hay sino que desgajarlas del haz divino que les da sentido y esparcirlas por separado a modo de espantajos humanitarios: la misericordia sin justicia, la caridad sin verdad, etcétera. Como antídoto contra la turbamulta de teólogos de pitiminí y mitrados delicuescentes que van a salir a la palestra durante los próximos meses, poniendo voz de ojete en remojo, para soltar paparruchas y hacer postureo misericordioso, conviene nutrirse en la lectura de nuestros clásicos, que además de excelsa pluma tenían –como no podía ser de otro modo– óptima teología.
Nadie ha sabido expresar de un modo tan sublime la entraña de la misericordia divina como Lope de Vega en un soneto que, sin hipérbole, podemos considerar el más hermoso de nuestra lengua:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierta de rocío
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras.
Cuántas veces el ángel me decía:
«¡Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía!»
Y cuántas, Hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
¡para lo mismo responder mañana!
Lope nos dilucida en apenas catorce versos lo que cierta patulea teologal trata de escamotearnos en sus mamotretos tostónicos: Dios, que nos está llamando porfiadamente, no puede sin embargo allanar la casa de nuestra alma para concedernos su perdón, porque respeta nuestra libertad; sólo si el hombre cede en su desvarío y abre arrepentido esa puerta puede Dios procurarle su amistad. Y es un hecho desolador, pero cierto, que Dios no siempre triunfa en su porfía, porque el hombre es libre para perseverar en su error o renegar de él. Muchas veces se trata de ocultar este hecho, aparentemente por tapar el fracaso de Dios; pero en realidad se pretende algo mucho más monstruoso, que es escamotear la necesidad de arrepentimiento para obtener la misericordia divina, con lo que se niega el libre albedrío y se despoja a Dios del atributo de la justicia, convirtiéndolo en un pelele buenista.
A los canarios flautas que propagan estas delicuescencias dedicó Quevedo un pasaje muy mordaz y sarcástico en Los sueños, donde el autor se topa en el infierno con muchos que han sido condenados por invocar la misericordia de Dios. Ante lo que pregunta al diablo: “Pues, ¿cómo puede ser que la misericordia condene, siendo eso de la justicia?”. Y el diablo, con irreprochable teología, le responde: “¿No sabéis que la mitad de los que están en el infierno se condenan por la misericordia de Dios? Y si no, mirad cuántos son los que, cuando hacen algo mal hecho y se lo reprehenden, pasan adelante y dicen: «Dios es piadoso y no mira en niñerías; para eso es la misericordia de Dios tanta». Y con esto, mientras ellos haciendo mal esperan en Dios, nosotros los esperamos acá”. Todavía insiste Quevedo: “¿Luego no se ha de esperar en Dios y en su misericordia?”. Y el diablo remacha: “Se burlan las almas que consideran la misericordia de Dios encubridora de sus maldades (…). No merece la piedad de Dios quien sabiendo que es tanta la convierte en licencia y no en provecho espiritual”.
Ahora que, una vez enloquecidas, las virtudes cristianas se han vuelto licencia, la lectura de nuestros clásicos resulta más reparadora y luminosa que nunca.
Publicado en ABC.