Creyentes en el Apocalipsis e incrédulos sensatos conocedores de los desmanes ideológicos y económicos de Naciones Unidas han coincidido por una vez. O al menos lo han hecho aquellos que han leído superficialmente Caritas in Veritate. El punto de encuentro ha sido la mención que Benedicto XVI hace en su Encíclica a la necesidad de una autoridad política mundial que gobierne la globalización.
Por si fuéramos pocos, y ante tan rentable ocasión, los aprovechados de El País (7 de julio, San Fermín) resumieron el jugoso texto papal en titular tan simplón como falso: «Un Ratzinger globalizado y de izquierdas». Nada nuevo en la negrita del diario global, que, como es habitual, desdibuja la verdad de las cosas para mantener su nicho de mercado, algo refrito por la crisis y las infidelidades mediáticas de su gran timonel.
El paisano periodista, que parece mostrar dificultades sinápticas, quiere vender fletán por merluza. Gustos culinarios aparte, «el ser es y el no ser no es»: bien podría explicárselo el ministro de la metafísica. El Papa sostiene en Caritas in Veritate un clásico principio de filosofía política (ubi societas, ibi potestas; donde hay sociedad, hay potestad), y reconoce que la globalización es un proceso ineludible y no necesariamente perjudicial, si se encauza hacia el bien común global, lo que requeriría precisamente una autoridad política mundial. Lejos de Benedicto XVI está postular un poder universal monocrático, al que califica de "peligroso”. Por el contrario propugna su debido carácter democrático, con división de poderes, fundado en el principio de solidaridad, subsidiario de los Estados y de las sociedades, centrado en la persona y su trascendencia, respetuoso del orden moral y de los verdaderos derechos fundamentales objetivos vinculados a los deberes, y regulado por un derecho internacional subsidiario no forjado meramente por las relaciones de poder, sino subordinado al bien común global que le otorga sentido y dirección.
Cualquier parecido entre la autoridad política global propuesta por Benedicto XVI y la realidad presente de Naciones Unidas es un completo sinsentido, un desafortunado juego de irreales simetrías. ¿Qué tiene que ver el bien global común con la promoción del aborto como método de control de natalidad o el cuestionamiento de la patria potestad de los padres, políticas ambas financiadas y bendecidas por diversas agencias onusinas? ¿Y la legión de funcionarios «tax free» y sus reuniones en hoteles de lujo con el auténtico desarrollo de la humanidad? Que Naciones Unidas carece de autoridad moral por desmanes y tropelías a escala planetaria es un hecho del que Benedicto XVI es notario privilegiado.
Sin embargo, los defensores del estatalismo nacional (a los que tanto gusta cultivar la dicotomía derecha-izquierda) han encontrado un nuevo leitmotiv para su destartalada existencia ideológica: braman ahora por un estado universal: una ciudadanía universal, una legislación y una jurisdicción universales, y la extirpación de la patria, la nación y lo que de diferente pueda existir en lo humano. Aspiran a labrar la piedra en bruto de lo humano natural, y dar el salto al nuevo estado social en el que dejada atrás la naturaleza que nos diferencia, el derecho nos otorgará la soberanía de una irrestricta igualdad, en una utopía mesiánicamente anunciada.
Frente a ello, el Papa nos recuerda sabiamente que los Estados, los pueblos, las naciones, las comunidades intermedias y, sobre todo, la familia, son garantías de libertad frente a esa insalubre internacionalización que quiere acabar a manotazos con todo aquello que se interponga entre el poder monocrático universal y la indefensa individualidad del ser humano. Contra el mesianismo libertario, la caridad en la verdad.