También este año, al acercarse las fiestas navideñas, ha vuelto la polémica sobre los belenes en los espacios públicos, sobre todo en los colegios. Donde aún estaba presente se han verificado muchos casos de suspensión de esta tradición, junto con la prohibición de cantos religiosos inspirados en la Navidad.
Ante todo es necesario constatar que el proceso de secularización no podía ciertamente detenerse ante el belén. Desgraciadamente, desde este punto de vista no hay que sorprenderse. Hace ya tiempo que la sociedad actual se ha distanciado de la religión, no sólo impidiéndole todo tipo de manifestación pública y creando un mundo en el que Dios no está, sino también desarrollando criterios de juicio y actitudes sociales directa y sistemáticamente contrarias a la fe cristiana y, en particular, a la católica. Nos causaría asombro que la secularización se hubiese detenido ante las estatuillas de yeso y la gruta con musgo encima. Con esto no se pretende validar dicho proceso y su resultado, sino sólo indicar que éste no ha nacido ayer y que ya ha resquebrajado desde la base muchos elementos de la llamada civilización cristiana. El ataque al belén requiere por parte católica una seria reflexión sobre la secularización y sus dinámicas.
En segundo lugar hay que observar que lo que se contesta en relación al belén es su ubicación en espacios públicos. El significado es más concreto: la fe puede ser tolerada sólo como hecho privado. El belén hay que hacerlo en casa y no en la plaza. Es la privatización de la fe religiosa, que la laicidad occidental ensalza como su única fe. Esto debería valer para todas las religiones. Todas deberían abandonar el espacio público y trasladarse a los muros domésticos. La sociedad que de ello derivaría sería una sociedad sin Dios; esto se considera neutralidad respecto a todos los credos, es decir, presunta laicidad. Pero, ¿cómo puede ser neutro quien quiere hacer tabula rasa? ¿Cómo puede ser neutro quien discrimina los credos religiosos privándolos de su presencia pública?
Ciertamente el Estado tiene, en determinados casos, el deber de prohibir la manifestación pública de la religión. El derecho a la libertad religiosa, en lo que concierne al llamado foro externo, no es absoluto, sino que está sometido al orden público y al bien común. El Estado, por el bien común, puede limitar o incluso prohibir totalmente la presencia pública de una religión. Pero en el caso en cuestión, la prohibición no es para salvaguardar un bien común, que el Estado ya no es capaz ni siquiera de imaginar, sino por un acto de autoridad que delata un absolutismo muy peligroso. Delata una política que se convierte en religión y que compite con las religiones en el mismo plano absoluto, llevando así a un choque entre dos religiones; y la laicidad, que debería haber sido un espacio neutro y por lo tanto pacífico, se convierte en un lugar peligroso por conflictivo.
La tercera observación que hay que plantearse atañe a la calidad de la oposición que, habitualmente, se pone en marcha contra medidas similares. Normalmente hace referencia a la civilización cristiana, a nuestra historia y a cómo nuestra vida social, nuestros criterios morales, nuestras costumbres -sin hablar de las obras de arte que han formado nuestras mentes- hunden sus raíces en el cristianismo. Es difícil tener dudas sobre este tipo de argumentaciones. Italia -y con ella todo Occidente- no sería la misma sin sus raíces cristianas, muy visibles en todas partes a nuestro alrededor. Es legítimo y es un deber hacer valer este argumento histórico y de identidad contra quienes sostienen, en cambio, que para convivir con los otros nos deberíamos despojar de nuestras tradiciones y de lo que éstas aún nos dan. La acogida y la integración no se hacen en el vacío y con el rostro cubierto.
Es muy evidente que estos argumentos pueden prestarse también a un uso político y que quien los sostiene no siempre lo hace por amor al cristianismo, sino por otros motivos. Sin embargo, es necesario también aceptar que los argumentos son vividos por cada persona según el propio nivel de comprensión y de asimilación, teniendo también en cuenta posibles elementos de instrumentalización. No es correcto negar valor a estos argumentos sobre la identidad de un pueblo con la idea de que se prestan a operaciones políticas de corto alcance.
Dicho esto, hay que notar también que estas argumentaciones son insuficientes. Si las raíces cristianas son defendidas -como, repetimos, es justo que se haga- sólo por motivos históricos o culturales, puede llegar el momento que las nuevas generaciones ya no sean sensibles a la propia historia, al propio origen cultural o que incluso sean incapaces de leer los signos de la presencia cristiana a nuestro alrededor. Es precisamente en las hermosísimas basílicas góticas de Francia donde arraiga el nuevo ateísmo y, en general, un joven hoy no posee las más elementales nociones teológicas para poder leer un retablo, un fresco o un friso. Nuestra historia cristiana puede enmudecer. No puede ser sólo el "cómo éramos” o "es de allí de donde procedemos" el que nos salve de la secularización, que seculariza también el sentido del pasado como el sentido en general, y no sólo el sentido religioso.
El belén, como cualquier otra manifestación pública de la fe cristiana, tiene derecho a ser mantenido no sólo porque allí está nuestro origen, sino porque es verdad. Es únicamente la verdad de la religión cristiana lo que vale como título último de su derecho a una presencia en el espacio publico. Y sólo por el hecho de que esta religión contribuye al bien común más que cualquier otra, el poder público debería defender el pesebre o cualquier otro símbolo de esta fe. Sin el Niño todos somos más pobres, también los poderosos de esta tierra, que gestionan lo público sin saber por qué ni cómo y que no son capaces de valorar la verdad de las distintas religiones preocupándose, en cambio, con un gesto falsamente liberador, de eliminarlas en bloque del espacio público: ¡fuera todas de aquí! Pero el sentido de este “aquí”, de qué significa la comunidad política, a ese poder se le escapa. En caso contrario, utilizaría esos criterios para valorar las religiones y para ver que la fe cristiana tiene "un rostro humano".
Las tradiciones mueren si no son continuamente revividas. Cristo no es una tradición, aunque la Iglesia tenga una tradición, una tradición viva que se funda sobre la presencia real de Cristo en su historia, precisamente lo que el belén quiere representar. Las autoridades políticas no conseguirán impedir el belén, aunque esto no quita que se tenga que luchar para que no lo hagan. No conseguirán ni siquiera defenderlo de la secularización, aunque no podemos eximirnos de pedírselo. Lo que contará, al final, es que Cristo sea vivido como Verdadero y como Vivo por los cristianos. No sólo como Vivo, sino también como Verdadero, porque sobre esto se funda su pretensión de estar presente en el espacio público.
Publicado por el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia.