Cuando decimos que nuestra época ha dejado de hablar de la muerte, que esconde la muerte, que huye de la muerte, sólo estamos diciendo una verdad a medias. Creo que, en el fondo, esta aversión a la muerte (y a la decrepitud que la precede) no es más que el aspaviento con el que distraemos la atención de un asunto que nuestra época ha querido convertir en tabú. Me refiero, naturalmente, a la inmortalidad del alma, que es la preocupación fundamental del ser humano desde que el mundo es mundo; una preocupación que sólo puede desaparecer (como está ocurriendo en nuestra época) cuando el ser humano deja de serlo.
Podríamos afirmar sin exageración que todas las civilizaciones, desde la aurora misma del pensamiento humano, se han fundado sobre la convicción de que la muerte física no era el desenlace de nuestra existencia. Este rechazo de la muerte creaba un culto a los muertos más o menos rudimentario o sofisticado; e imaginaba para el alma las formas de inmortalidad más diversas, a veces sublimes y a veces pedestres. Pero no ha habido forma alguna de civilización que prescindiese de esta preocupación por la inmortalidad del alma. Muchos han sido los filósofos que se han esforzado en demostrarla, empezando por Platón; pero todas sus demostraciones discurren en el ámbito de las ideas, que es algo que nuestra época materialista repudia.
Por supuesto, mientras la filosofía ha probado muchas veces la existencia del alma, la ciencia no ha logrado nunca probar lo contrario. Y, aunque toda la psicología moderna pretenda ignorar su existencia, no ha podido sin embargo negar una ‘permanencia’ de los fenómenos psíquicos que no tiene parangón en la naturaleza y que proyecta su sombra durante toda la vida humana, de tal modo que los hechos que nos impresionaron en nuestra infancia pueden emerger durante toda nuestra vida como gratos recuerdos o, por el contrario, como obsesiones, traumas o neurosis. Y si existe una ‘permanencia’ de los fenómenos psíquicos, ¡tendrá que haber una realidad -aunque sea inmaterial- que les dé sustento! La cuestión es saber si esa ‘permanencia’ se prolonga más allá de la muerte, como afirmaba Quevedo en su célebre soneto. ¿Puede el alma perder su cuerpo, pero no su cuidado? ¿Puede el alma, dedicada a vivificar el cuerpo, seguir existiendo y desarrollando sus funciones una vez que el cuerpo se ha corrompido? Esta es la gran pregunta; esta es, siendo sinceros, la única pregunta importante. Unamuno afirmaba que, si el alma no fuese inmortal, toda nuestra existencia sería absurda; y, con ella, la naturaleza entera. Pero lo cierto es que descubrimos que nuestra propia existencia y la naturaleza entera se rigen por leyes físicas que delatan -desde la organización celular hasta la disposición de las esferas celestes- un secreto y asombroso orden y sentido.
Y este orden y sentido que descubrimos en la naturaleza hemos llegado a desentrañarlo gracias a una facultad espiritual -el pensamiento- que, a diferencia de las sensaciones (ligadas a las cosas concretas, sometidas al espacio y el tiempo), puede elevarse sobre la materia y expresar lo universal mediante un acto de abstracción. El pensamiento se eleva sobre las cosas, se desliga del espacio y del tiempo que las determinan, para iluminarlas más plenamente; y, en su elevación, puede llegar a alturas vertiginosas (como les ocurre, por ejemplo, a los matemáticos más eximios), elaborando fórmulas que a los legos nos parecen mareantes. Pero, luego, esas fórmulas que parecen especulaciones del pensamiento en vuelo libre se aplican a la naturaleza… ¡y la naturaleza obedece! Y, sin necesidad de ser matemáticos eximios, todos hemos notado cómo nuestros pensamientos se liberan del espacio y del tiempo. Nos ocurre, por ejemplo, cuando saboreamos a fondo un cuadro o escultura, cuando nos zambullimos en la lectura de un autor ya fallecido al que admiramos: apreciamos la belleza de su arte, penetramos su significado, hasta conseguir vislumbrar su alma. ¡Llegamos a tener más intimidad con ese escritor o artista que con nuestros familiares y amigos! Lo conocemos más intensamente que a un hermano, de repente su alma se desnuda ante nosotros y podemos examinar sus secretos más hondos. Pero, para poder lograr una comunión tan maravillosa que no es pura sugestión sino disfrute profundísimo de las delicias del arte, para lograr esa comunión que rompe las barreras del espacio y del tiempo, es preciso que lo que produce esta comunión no esté esclavizado al espacio y al tiempo, no esté encadenado a este cuerpo mortal nuestro. Esta palpitación eterna del arte que cualquier persona sensible puede experimentar nos está hablando de la inmortalidad del alma… (Continuará)
Publicado en XL Semanal.