Amar es soñar y ponerse manos a la obra, no exclusivamente soñar en verdes praderas y cielos despejados. Quizás en ocasiones nos dejamos llevar por el sueño (más bien ensueño) o la autoestima, y arrancamos con ímpetu, pero pronto decaemos y nos apagamos. No es extraño si no había amor verdadero, que no es buscarse a uno mismo, sino ir en busca del otro, del hermano, del pecador. Amar cuesta, no es fácil ir a fondo. Uno de los signos que más pide el amor verdadero es el desgastarse. Y casi nunca es vistoso, porque suele ser callado y discreto. Ese que se desgasta para ser visto o siendo visto, poco ama o poca humildad tiene.
¿Y por qué no pensamos en rezar cuando hablamos de amor? ¡Un amor sin oración difícilmente se sostiene! Debemos rezar para nosotros mismos, para que acertemos y sepamos entregarnos. Pero también debemos hacerlo para aquel o aquella que amamos, para que sepa ser cuenco que recibe y agente de donación, y dé respuesta a nuestro amor. Juntos, a crecer en la perfección.
Pedir en el amor es lícito, pero no es la perfección. La perfección es amar en silencio y llegar, si es preciso, al perdón y hasta a dar la propia vida. Día a día, silenciosamente; o de forma cruenta, si llegara a ser necesario. Hay mucho falso mártir de boca que dice: “Te amaré hasta la muerte”, pero está como un cubo vacío y sucio. Es un amor de epopeya, ese de las grandes declaraciones de amor, pero que a la hora de dar la vida de forma callada en el día a día, muere y, para compensarlo, se impone.
A aquellos que nunca están dispuestos a ceder, a entregarse, y que por eso afirman, para excusarse, que ellos “no saben perdonar”, podríamos recordarles la máxima de que se aprende a perdonar perdonando, como a caminar se aprende caminando. Y ya está. No hace falta pensar en grandes argumentos ni esperar a hacer filigranas “cuando el tiempo amaine”, sino ser, desde ya, humilde y no pretender estar siempre sobre un pedestal. Puesto que, como recordó el Papa Francisco en su homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo: “La santidad no consiste en enaltecerse, sino en abajarse”. Sabe el Papa que hay mucho católico de boquilla de puertas afuera, y comodón de puertas adentro. Por eso insistió el Papa: “No se trata de un ascenso en la clasificación, sino confiar cada día la propia pobreza al Señor, que hace grandes cosas con los humildes”. Eso es, aprender a vivir de la Providencia, que nos guía, nos atiende y nos cuida.
Una vez encontrada la manera de seguir el camino de la mano del Señor, nos será más fácil progresivamente el aplicarnos el rezo que nos acompaña desde los inicios, hasta convertirse en espontáneo. Por este motivo era y es importante no abandonar la oración, sino abandonarnos a ella. Y siempre “con el corazón abierto”, con “actitud misionera”, y no limitarnos “solo a nuestras necesidades”. “Una oración es verdaderamente cristiana si también tiene una dimensión universal”. Lo afirmó el Papa en su comentario del Evangelio del día en el Ángelus de un domingo. Y es que no es para menos.
Es para más y más cada día, un nunca acabar. Dios no se cansa de pedir nuestra perfección, si sabe que podemos llegar a ella. Puesto que la misión es esa pulsión que nos impele a salir de nosotros a buscar al otro, al pecador, amándolo, “hasta las mismas puertas del infierno”, como afirmaba San Josemaría. Y es que infiernos hay muchos en nuestro mundo, que Dios nos pide que aliviemos. Puede que de esa manera salvemos a muchas personas de caer en el Infierno eterno, que ciertamente, por lo que podemos intuir ante el sufrimiento en nuestra vida y nuestro mundo, debe de ser un estado atroz en que uno se autoconsume con su soberbia, y de ahí la envidia y demás pecados que queman el alma sin fin. Para siempre. ¿No hubiera sido mejor amar?