Habíamos perdido la guerra. No estoy hablando de una falta de éxito. Al contrario, habíamos adquirido la costumbre de dormirnos en la comodidad y los éxitos hasta que una enfermedad, un accidente, un hecho distinto, un mal sin lucha ni enemigo nos hace perder la calma, como cuando nos deja colgado el ordenador, en una insignificancia por debajo de lo absurdo.
Nos habíamos ablandado, habíamos perdido la virilidad, nos habíamos reducido al estado de niños mimados que tienen una rabieta, de títeres preocupados por su cardio-training, de peluches adictos a la pornografía. Nos contentábamos con una paz impuesta y no nos importaba el precio que se había pagado por la devastación o los «daños colaterales» causados por la misma. Pero «la paz es obra de la justicia», dice Isaías, y es normal que cuando rechazamos este combate por la justicia, nuestra paz aparente nos estalle en la cara. Y entonces callejear ya no es algo evidente, como les sucede a los caminantes desganados. La guerra nos ha alcanzado. Ya es algo, si queremos despertarnos. Pero esta guerra, ¿la ganaremos? ¿Combatimos el «buen combate», según la expresión de San Pablo?
En la vida cristiana domina la figura del amor, del hermano, del hijo, del que dialoga, del que se compadece. Pero no podemos olvidarnos de la figura del guerrero. Guerrero cuyas armas son, ante todo, espirituales, pero guerrero al fin y al cabo. Ciertamente, al contrario de lo que cree un cierto darwinismo, la vida es comunión antes de ser combate, es don antes de ser lucha. Pero porque esta vida está herida desde el principio, atacada incesantemente por el Maligno, hay que luchar por el don, combatir por la comunión, coger la espada para extender el Reino del amor.
Si no recuperamos esta virilidad guerrera, la que hacía cantar a San Bernardo la «alabanza de la nueva milicia», habremos perdido contra el islamismo tanto espiritual como materialmente. De hecho, muchos jóvenes se convierten al islam porque el cristianismo que les proponemos ya no tiene heroicidad ni caballería (y eso que Tolkien está con nosotros), sino que se reduce a amables consejos cívicos y a comunicación no violenta.
¿Cuál es el verdadero terreno de esta guerra? Algunos desearían hacernos creer que lo que da fuerza a los terroristas del pasado viernes 13 de noviembre es que han sido entrenados, formados en el campo de Daesh, por lo que el combate seguiría siendo el del poder tecno-capitalista que fabrica un armamento más pesado. Un joven que se ata a las puertas de seguridad y se inmola con explosivos rudimentarios, ¿en qué es un soldado experimentado? Sabemos -y la reciente experiencia de Israel lo confirma- que cualquiera puede ser un asesino improvisado desde el momento en que está poseído por una determinación suicida. La fuerza de destrucción de los terroristas, dispuesta a estallar en cualquier momento y en cualquier lugar, no es su habilidad militar, sino su fuerza moral.
¿Qué tenemos nosotros para impedir el contagio? Nuestros «valores» pueden reunir un ejército de consumidores, pero no de combatientes. El combate elemental se sitúa a la altura de una fe que sepa afirmar a un verdadero mártir contra la parodia diabólica del mártir que es un atacante suicida.
El comunicado de Daesh, reivindicando el «ataque bendito», habla de París como de la capital «que lleva la bandera de la cruz en Europa». ¡Cuánto me gustaría que fuera así! La guerra está aquí: en la valentía de tener una esperanza tan fuerte que nos haga capaces de dar la vida.
Publicado en Famille Chrétienne.
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.