¿Quién vive sin dolor? ¿Quién no se cruza con él a diario, en su vida o en la de aquellos que le rodean? En unos casos será dolor físico, en una mano, un pie, la espalda; en otros será espiritual, inmaterial, trascendente: una decisión errónea en mi trabajo, en el trato con esta persona, con este familiar. En ocasiones será la constatación de mi debilidad, mis límites personales, la fuerza del pasado que me empuja a obrar de un determinado modo.
El dolor nos circunda, y lo encontramos en nosotros mismos, en nuestra familia, en los compañeros del trabajo. Vemos el telediario, y buena parte de las noticias son negativas, dolorosas: guerras, asesinatos, violencia, corrupción a distintos niveles, injusticias, sufrimiento de los más débiles y vulnerables, manipulación ideológica de los poderosos.
En ocasiones ese dolor desemboca en desesperación e impotencia. El mundo está mal, muy mal, y no podemos hacer nada. Vivimos en un túnel negro, sobre fondo negro, sin luz ni salida. Y si tratamos de ver una luz, allí al fondo, no falta a nuestro alrededor gente que nos llame ilusos, idealistas, soñadores. Parece que les gusta la oscuridad del pesimismo, no quieren salir de él y se burlan de los que quieren encender una pequeña luz en la oscuridad.
Lo que me preocupa no es sólo esa desesperación existencial, sino en qué desemboca esa actitud anti esperanza: la desesperación, por su propio peso, termina en amargura, y esta crece irreversiblemente hasta convertirse en violencia. Unas veces será violencia física, queriendo acabar con el supuesto origen de la injusticia a las bravas: matar al gobernante injusto, al corrupto, al supuesto delincuente. Otras veces será la violencia en el hablar, imponiendo mi opinión sin mayor argumento que el proceder de mí.
Pero el dolor no es una pendiente resbaladiza hacia la desesperación, la amargura y la violencia. Es un parteaguas, como los tejados de las casas de los Alpes nevados. Y permite al agua caer en una dirección o en otra. Podríamos definir parteaguas como un momento, personaje o suceso de trascendencia tal que aparenta dividir o separar lo previo de lo consecuente. El dolor es un parteaguas cotidiano que nos lleva a la desesperación, o a su contrario, a la esperanza.
El dolor lo percibimos de modo subjetivo. Lo que para mí es un dolor fuerte, para otro puede ser un pequeño dolor, fácil de sobrellevar. Pero esta subjetividad no significa que no exista; representa más bien el modo como percibimos algo “que no funciona”, que no se adecúa al orden preestablecido. Es subjetivo, pero con un fondo de objetividad, de realidad.
Ante el aumento del dolor, un aumento igualmente subjetivo, deberíamos aumentar también nuestra esperanza. Esperanza y desesperanza son vasos comunicantes; al aumentar una necesariamente disminuye la otra. Por eso encontramos tan poca desesperación en personas de la altura moral de Juan Pablo II o la Madre Teresa de Calcuta. Son personas que han conocido muy de cerca el dolor, han crecido en medio del sufrimiento de una represión comunista, han vivido conociendo muy de cerca el dolor, físico y moral, de muchas personas. Pero su gran esperanza ha dejado sin agua al vaso comunicante de la desesperación. Tenían motivos para desesperar, viendo la indiferencia de tantas personas e instituciones ante el dolor ajeno, pero fueron titanes de esperanza contra toda esperanza.
Es la hora de la virtud de la esperanza, esperanza en el Dios del amor. Estamos viviendo el Adviento, y ésta es la virtud del Adviento. ¿Por qué? Porque esperamos al Dios Amor, que es capaz de vencer al mundo, que da un fundamento sólido a nuestra esperanza. La esperanza sólo crece cuando la riega el amor; de lo contrario se seca, como planta sin raíz.
Recientemente he encontrado una canción titulada La hora de la esperanza, del sacerdote dehoniano José Fernandes de Oliveira, S.C.J., conocido como Padre Zezinho. Me ha hecho pensar el estribillo.
Es hora de ser la esperanza. Es hora de dar la amistad
Es hora de ser testimonio de Dios en un mundo que no sabe amar.