En relación a la persecución sufrida por la Iglesia en Nicaragua, pude leer a uno de los políticos abanderados de eso que se ha dado en llamar “batalla cultural” que la culpa era de una determinada ideología. Pero la persecución religiosa tiene una significación muy superior a la pugna partidista; siempre ha evocado la auténtica batalla: la que se libra en el ordenamiento de las conciencias a Nuestro Señor. Porque la conciencia regidora de nuestra voluntad no ostenta ningún señorío previo, ha de buscarlo para someterse, y lo halla en plenitud en Alguien que es perfecto hombre y perfecto Dios.
La última gran ocurrencia de los conservadores de la vieja probidad y sus sufragáneos frente a los males del progresismo futurista es la batalla cultural. No se puede negar que revindican algunas causas justas, aunque lamentablemente a menudo lo hagan desde presupuestos secularizantes, tósigos de una sociedad esclerótica.
Pasando a mayores, la expresión “batalla cultural” no puede ser más desafortunada en este caso: ¿desde cuándo los pilares consuetudinarios se emplean como arma arrojadiza, por muy abyectas que sean las renuncias de nuestros prójimos? En el fondo, la expresión es de una puerilidad asombrosa con un fuerte hedor ideológico (ideologías: ese degradante intelectual que está lanzando por el vertedero de la Historia cualquier atisbo de cordura filosófica y política, cualquier bonanza que aspire a trascender).
Los protagonistas de la batalla cultural y sus adversarios ignoran estar de acuerdo en lo esencial; comparten los paradigmas conexos que han levantado las sociedades actuales (tan disociadas): el secularismo, la voluntad individual y la charada del Estado de derecho.
En contraposición a la defensa de dos pilares indisociables en toda sociedad (la religión y el bien común), la batalla cultural se retrata en la pugna por cuestiones de calado superficial sin acudir al fondo de los problemas subyacentes. De ahí que unos balanceen y otros contrabalanceen, sin salirse de los paradigmas que nos han corroído durante siglos. Por ende, la discordia transcurre dentro de los fangales del consenso liberal.
Otro infortunio de la batalla cultural radica en tomar como eje del discurso la dialéctica del conflicto, tan propia de Hegel y Marx, herencia de la Revolución Francesa. Desde ahí no queda más remedio que asumir la sociedad impolítica proveniente de los antagonismos ideológicos. La cizaña permanente entre semejantes que se tienen por iguales, que viven enfrentados, aunque unidos en un denominador común; la soberanía de la voluntad humana domesticada por el Estado, y de cuyos confines surge irrefrenablemente el punto más álgido de los regímenes contrarios a ley de Dios: el “todos contra todos”.
El todos contra todos en la vida civil viene causado por el “unos contra otros” radicado en la política de partidos. Se propicia primero el enfrentamiento entre facciones y luego el enfrentamiento civil, donde cada hombre es a su vez un solo partido, con sus intereses, suspicacias y bajezas. No será porque el Papa Francisco no haya venido advirtiendo en las condenas pontificias de la ideología, a la que acusa de “apoderarse de la interpretación de la política y desfigurar la patria” y de injertar en los pueblos una relación enferma e incompleta.
De suerte que la batalla cultural se define por la confrontación de la alta modernidad de los libres e iguales, con la baja modernidad (o posmodernidad) de las víctimas y verdugos; idea ésta que por cierto, un día principió la modernidad so pretexto de haber privilegiados y doblegados, dando paso así a los libres e iguales. Aquí encontramos en la modernidad una tautología irresoluble, caracterizada por el autoengaño filosófico y la libertad monstruosa que dan de sí una psicología facciosa, una política corrompida, y el permanente enfrentamiento civil lugar de donde sale la batalla cultural del conservadurismo encopetado, que no es otra cosa que una batalla secular por las ideologías.
Difícilmente encontrarán a un zalamero de la batalla cultural que, tal como hizo hace escasas fechas el primer ministro húngaro, esgrima una ley moral objetiva sobre toda ley positiva. No hallarán por el camino objeción al mantra de la separación Iglesia-Estado, que orilla a la Iglesia católica e incluso la persigue sin descanso en países como Nicaragua. Si buscan, no darán con quien proponga un rechazo a la totalidad de las ideologías por haber esclerotizado el alma de las sociedades. Un milagro hará falta para encontrar a los heraldos de la batalla cultural que abominen de los partidos como en su día lo hizo Juan Vázquez de Mella al calificarlos de “órdenes laicas”. Casi imposible sería dar con el notable atrevido a recusar las bastardías constitucionalistas, que usurpan la Constitución de los pueblos.
Es de temer que la batalla cultural no entiende que la persecución de la Iglesia católica no es exclusiva de un ramal ideológico, procede de la cosmovisión de la modernidad en conjunto. La batalla cultural, disenso liberal dentro del consenso secular, deja sueltos los principales cabos que envenenan a una comunidad de hombres hasta el punto de llegar a perseguir a la Madre y Maestra de los pueblos. Por lo general, los participantes de la batalla cultural andan sumidos en el insufrible psiquismo de la soberanía de la voluntad y sus apetencias, con el palafrén del Estado y las leyes.
La verdadera batalla, la única realmente existente, se libra en las conciencias de los hombres y no en las refriegas ideológicas donde unos y otros se sacuden por el liberalismo, el comunismo, la democracia u otros relicarios de mentirijillas. Se libra contra esa voluntad subjetivista que se pretende emancipar de la conciencia para ser en sí conciencia. ¡Es el secularismo, hermanos!