Quienes sostienen que cristianos y musulmanes creemos en el mismo Dios deberían afirmar, en buena lógica, que los atentados de París se han cometido en nombre de Jesucristo. Sólo el sentido común nos hace ver más claro en la conclusión el absurdo implícito en la premisa.
Ese Alá que han invocado los responsables de la masacre de París no existe, porque el Dios que sí existe es uno y trino, y el odio de los asesinos se dirige precisamente contra el Verbo encarnado en cuanto Verbo, en cuanto segunda persona de la Santísima Trinidad, en cuanto Dios. No odian el nombre de cristiano por la naturaleza humana de Cristo -y en eso se parecen a los europeos descreídos-, sino por su naturaleza divina: esto es, porque Cristo no es Alá.
Esto es, porque no creemos en el mismo Dios.
Si los criminales actuaban obedeciendo el Corán o tergiversándolo según sus conveniencias es asunto para eruditos y, si somos justos, para eruditos musulmanes, que son quienes de verdad saben del asunto. La Revelación es otra cosa: Jesús, esto es, Dios, la dejó en custodia a San Pedro y sus sucesores. Como el Corán no forma parte de ella, el Papa o los obispos no tienen más autoridad para interpretarlo que la que sirve para señalar sus gruesos errores contra la fe. Y en tiempos los señalaban.
Se nos va a insistir en los próximos días en que no hay que responder con odio al odio de quienes matan. No se ve muy bien por qué no, si es que partimos de los presupuestos de quienes consideran a Jesús como un simple hombre, llámense mahometanos u occidentales postcristianos o anticristianos. Pagar odio con odio fue la norma hasta hace dos mil años y sigue siéndolo allí donde no impera el mandato, obligatorio por divino, de Cristo: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os matraten" (Lc 6, 27).
Ahora bien, si Cristo es Dios para este mandato, ¿no debería serlo para los demás? De esa deducción nació la Cristiandad, sobre cuyas ruinas, para regocijo de laicistas, operan, cada vez mayores en número y con creciente determinación, quienes proclaman -como los terroristas de París- que "¡Alá es grande!".
Pero Alá no es grande ni pequeño. Alá no existe. Existe Cristo Dios, que habrá juzgado ya a los ocho criminales que murieron matando. Y a quien tal vez habrían podido amar, si alguien en el Viejo Continente les hubiese predicado la Buena Nueva, y en vez de elogiar sus suras y aleyas o intentar pasarlas por el tamiz de la ONU les hubiese ofrecido el tesoro de los versículos del Evangelio.
El padre Federico Lombardi ha pedido una respuesta "decisiva" a los atentados. Es lo que proponían, cuando la crisis de los refugiados, y temiendo precisamente que lo de anoche pueda generalizarse, los pocos gobernantes europeos celosos de las raíces cristianas de Europa y algunos cardenales con coraje. Fueron crucificados por ello.
Como el Hijo de Dios. Ése sí que es grande. Da la vida por los demás, en vez de arrebatársela.