No sé por qué hoy escribo sobre Europa, habiendo sucedido lo que ha sucedido en Cataluña, rompiendo con todo cuanto constituye el alma europea, que es el respeto a la Ley, la afirmación y respeto de unos raíces que se hallan en la base del sentido y realidad europea fundamentada en el espíritu democrático y llamada a una unidad mucho más profunda, como buscaron los padres de la nueva Europa. Siempre hay lecciones y retos que aprender de Europa, y verlas desde España. Si bien es verdad que «Europa y cristianismo no coinciden» (Sínodo especial para Europa, Declaración fi nal, 2), ni han coincidido nunca del todo, también lo es con toda evidencia que la matriz cristiana ha sido lo que ha dado su impronta peculiar a la «humanitas » europea. Hasta cuando ciertos sectores de la modernidad se apartaban de la Iglesia, los valores que defendía –la solidaridad, la justicia o la libertad– eran valores de cuño cristiano. Esos valores habían penetrado las capas más profundas de la conciencia europea al hilo de la consideración de la persona humana surgida en la experiencia de la Iglesia.

Las «raíces cristianas» son una verdad histórica, empíricamente comprobable, y apelar a ellas en este momento de una cierta confusión espiritual y cultural es algo perfectamente legítimo, aunque quepa a veces un mal uso de esta verdad, tanto desde dentro como desde fuera de la Iglesia. Para ser ella misma, en efecto, para impulsar su integración plena, con todo lo que esto signifi ca, que vaya más allá de unas relaciones funcionales o económicas, Europa tiene necesidad de reconocer su propia historia, sin la cual no puede identifi carse a sí misma, ni lograr su «integración» y construcción de su «unidad en la diversidad », ni tener ningún relato en torno al que reunirse, ni ningún ethos ni ningún telos para su edificación. «En esta historia, que es parte integrante, indispensable, de la idea y de la identidad de Europa, del mismo modo que lo son sus recursos naturales y humanos, la cristiandad ha estado siempre presente, la mayoría de las veces con un importante papel crítico... En esa historia hay momentos cristianos gloriosos y momentos por los que pedir perdón. Pero no se puede eliminar al cristianismo de la historia de Europa, antigua y contemporánea» (J.H.H. Weiler, Una Europa cristiana). No resulta, pues, exagerado decir con palabras de De Gasperi, que“la matriz de la civilización contemporánea se halla en el cristianismo». En el mismo sentido se expresaba el Papa Juan Pablo en «Ecclesia in Europa » al afi rmar que «no se puede dudar que la fe cristiana es parte, de manera radical y determinante, de los fundamentos de la cultura europea. En efecto, el cristianismo ha dado forma a Europa, acuñando en ella algunos valores fundamentales». Que nadie vea en ello, ni en las palabras de De Gasperi, o del resto de los padres de Europa, y menos aún en las del Papa, atisbo de manejo o intento de dominio eclesiástico de la sociedad europea, que nadie interprete ahí la menor reivindicación de «una especie de monopolio» ni pretenda adivinar intenciones ocultas, inexistentes, «clericales o teocráticas que serían, además, perfectamente utópicas» (R. Schumann, «Conference Sainte Odile», 15 de noviembre, 1954).

Hay quienes, como Oswald Spengler, piensan que esa cultura ya ha muerto o va camino de morir, que a lo sumo podría hoy «transmitir sus dones a una nueva cultura ascendente, como ha ocurrido en anteriores decadencias, pero como tal sujeto había dejado atrás su vigencia vital»; el futuro europeo estaría en otra parte. Otros, como Toynbee, aceptan que Europa, la cultura suya donde radica su iden tidad, se encuentra en una crisis, cuyas causas descubre, en último término, en la secularización; y que el futuro europeo está en «regresar al momento religioso, que para él comprende la herencia religiosa de todas las culturas, pero especialmente ‘lo que ha quedado del cristianismo occidental’». Pero en última instancia, como tercia Ratzinger, «entre Spengler y Toynbee la cuestión queda abierta, porque no podemos atisbar el futuro. Pero con independencia de ello se nos plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro y por aquello que sea capaz de mantener la identidad interna de Europa a través de las metamorfosis históricas. O más sencillamente aún: por aquello que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana y una existencia conforme a ella» (J.Ratzinger, «Europa, política y religión»; «Perspectivas y tareas del catolicismo en la actualidad y de cara al futuro»).

Estimo que podríamos fácilmente ponernos todos de acuerdo en esto en que no cualquier tipo de unificación o integración europea que sobrevenga equivale por sí misma a un futuro europeo, si no salvaguarda «la dignidad humana y una existencia conforme a ella». Por ejemplificar de algún modo. Una mera centralización de competencias económicas o legislativas podría conducir a una rápida disolución de Europa si, por ejemplo, se orientase a una tecnocracia cuyo criterio fuese el aumento de consumo o de poderío. Una sociedad organizada en clave de progreso y bienestar, en la que la religión quedase superada como reliquia del pasado o recluida a lo sumo a la esfera de lo privado y en la que la felicidad se pretendiese quedase garantizada por el funcionamiento de las condiciones materiales, estaría abocada igualmente al fracaso, a la disolución más tarde o más temprano de Europa.
 
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