Queridos yihadistas es el título de una carta abierta publicada por Philippe Muray -uno de nuestros grandes polemistas franceses- poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Esta carta termina con una serie de advertencias a los terroristas islámicos, pero en realidad a quien apunta, de rebote y con ironía, es a los Occidentales fanáticos del confort y el supermercado. Les cito un pasaje cuyo feliz y mordaz sarcasmo van a captar inmediatamente.
«[Queridos yihadistas], ¡temed la ira del consumidor, del turista, del veraneante que baja de su autocaravana! ¿Nos imagináis repantingados en las diversiones que nos han ablandado? Pues lucharemos como leones para proteger nuestro ablandamiento. […] Lucharemos por todo, por las palabras que ya no tienen sentido y por la vida que las acompaña».
Y hoy podemos añadir: ¡lucharemos por Charlie Hébdo, periódico ayer moribundo, y que no tenía ningún espíritu crítico -pues criticar es discernir, y “Charlie” metía en el mismo saco a los yihadistas, los rabinos, los policías, los católicos, los franceses medios…- pero del que haremos el emblema de la nada y la confusión que nos animan!
He aquí, más o menos, el estado del Estado francés. En lugar de dejarse interpelar por los acontecimientos, insiste, y aprovecha para aliviar su conciencia, ganar puntos en las encuestas, alinearse con las víctimas inocentes, la libertad abofeteada, la moralidad ultrajada, con tal de no reconocer el vacío humano de una política que se viene aplicando desde hace décadas ni el error de un cierto modelo eurocéntrico según el cual el mundo evolucionaría fatalmente hacia la secularización mientras asistimos en todas partes, por lo menos desde 1979, al retorno de lo religioso en la esfera pública. Pero hete aquí que demasiada buena conciencia y la ceguera ideológica están preparando para muy pronto, si no la guerra civil, por lo menos el suicidio de Europa.
Lo primero que hay que constatar es que los terroristas de los recientes atentados de París son franceses, han crecido en Francia y no son ni accidentes ni monstruos, sino producto de la integración a la francesa, auténticos retoños de la República actual, con toda la revuelta que tal descendencia puede inducir.
En 2009, Amedy Coulibaly, autor de los atentados de Montrouge y del supermercado kosher de Saint-Mandé, fue recibido por Nicolas Sarkozy en el Palacio del Elíseo junto a otros nueve jóvenes elegidos por sus empleadores para dar testimonio de las virtudes de la formación por alternancia: trabajaba entonces bajo contrato de profesionalización en la fábrica que Coca Cola tiene en Gagny, su ciudad natal.
Los hermanos Kouachi [autores de la matanza de Charlie Hebdo, N. d. T.], huérfanos procedentes de la inmigración, fueron acogidos en un centro educativo sito en Corrèze [provincia del centro de Francia y feudo electoral de los presidentes Jacques Chirac y François Hollande, N. d. T], y perteneciente a la Fundación Claude-Pompidou.
Al día siguiente de la matanza en la sede de Charlie Hébdo, el director del centro educativo sentía estupor: «A todos nos choca este asunto porque conocíamos a estos jóvenes. Nos cuesta imaginar que estos chavales que estaban perfectamente integrados (jugaban el fútbol en los equipos locales) hayan sido capaces de matar de forma deliberada. Nos cuesta creerlo. Mientras estuvieron con nosotros, su comportamiento no fue nada problemático. Said Kouachí […] estaba preparado para entrar en la vida socioprofesional».
Unas declaraciones que recuerdan a las del alcalde de Lunel -pequeña ciudad del sur de Francia- que se extrañaba porque diez jóvenes de su municipio se unieran a la Yihad en Siria, justo cuando acababa de renovar una magnífica pista de skate board en mitad de su barrio.
¡Qué ingratitud! ¿Cómo es que estos jóvenes no han tenido la impresión de haber podido colmar sus aspiraciones más profundas trabajando en Coca Cola, practicando el skate board o jugando en el equipo local de fútbol? ¿Cómo es que su deseo de heroicidad, de contemplación y de libertad no ha sido colmado por esa oferta tan generosa que consiste en poder elegir entre dos platos congelados, mirar una serie americana o de abstenerse en las elecciones? ¿Cómo es que sus esperanzas de pensamiento y de amor no han podido cumplirse al ver todos los progresos que están en marcha, como el matrimonio gay o la legalización de la eutanasia?
Y es que, precisamente, el debate que interesaba al Gobierno francés justo antes de los atentados: la República estaba completamente centrada en esa gran conquista humana, sin duda la última, y que es el derecho de ser asistido en el propio suicidio o rematado por verdugos cuya delicadeza está garantizada por un diploma en Medicina…
Entiéndanme: los Kouachis y Coulibalys estaban «perfectamente integrados», pero integrados en la nada, integrados en la negación de cualquier impulso espiritual, y es por eso por lo que acabaron sometiéndose a un islamismo que no era solo una reacción a este vacío sino también una continuidad con ese vacío, a través de su logística de desarraigo planetario, de pérdida de la transmisión familiar y de mejora técnica de los cuerpos para convertirlos en super instrumentos conectados a un dispositivo sin alma…
Un joven no busca sólo razones para vivir; también y sobre todo -porque no podemos vivir eternamente- busca razones para dar su vida. Ahora bien, ¿todavía hay razones en Europa para dar su vida? ¿La libertad de expresión? De acuerdo. ¿Pero qué cosa importante tenemos que expresar? ¿Qué Buena Nueva tenemos aún que anunciar al mundo?
Este asunto de saber si Europa es todavía capaz de ser portadora de una trascendencia que dé un sentido a nuestros actos; este asunto, digo, ya que es el más espiritual de todos, es asimismo el más carnal. No solo se trata de dar su vida, sino también de dar la vida. De forma curiosa, o providencial, durante su audiencia del 7 de enero, el mismo día de los atentados, el Papa Francisco citaba una homilía de Óscar Romero que demostraba el vínculo existente entre el martirio y la maternidad, entre el hecho de estar dispuesto a dar su vida y el hecho de estar dispuesto a dar la vida.
Es una evidencia ineludible: nuestra debilidad espiritual repercute sobre la demografía; nos guste o no, la fecundidad biológica siempre es un signo de esperanza vivida (aunque esa esperanza sea desordenada, como en el natalismo nacionalista o imperialista).
Si adoptamos un punto de vista completamente darwiniano, tenemos que admitir que el darwinismo no es una ventaja selectiva. Creer que el hombre es el resultado mortal de un apaño azaroso de la evolución no ayuda, no nos anima en absoluto a tener hijos. Mejor tener un gato o un caniche. O tal vez uno o dos sapiens sapiens, por inercia, por convencionalismo, pero, a fin de cuentas, menos como niños que como juguetes sobre los cuales ejercer vuestro despotismo y distraeros de vuestra angustia (antes de agravarla de forma radical).
Así pues, el éxito teórico del darwinismo solo puede desembocar en el éxito práctico de los fundamentalistas que niegan esta teoría, pero que tienen muchos hijos. Annie Laurent, una amiga islamóloga, me dijo unas palabras muy clarividentes: «La procreación es el yihad de las mujeres».
Antaño, lo que impulsó al general De Gaulle a otorgar la independencia a Argelia fue, precisamente, la cuestión demográfica. Conservar la Argelia francesa de forma justa equivalía a conceder la ciudadanía a todos, pero al estar la democracia francesa sometida a la ley de la mayoría, y por lo tanto a la demografía, acabaría sometiéndose a la ley coránica.
El 5 de marzo de 1959, De Gaulle confiaba a Alain Peyrefitte [ministro, confidente y memorialista del general N. d. T.]: «¿Cree usted que el cuerpo francés puede absorber a diez millones de musulmanes, que mañana serán veinte millones y pasado mañana cuarenta? Si hacemos la integración, si todos los árabes y bereberes de Argelia fuesen considerados como franceses ¿cómo se les impediría instalarse en la metrópoli donde el nivel de vida es mucho más elevado? Mi pueblo ya no se llamaría Colombey-les-Deux-Églises [Iglesias] sino Colombey-les-Deux-Mosquées [Mezquitas]».
Es cierto que se ha producido una liberación de la mujer de la que podemos estar orgullosos. Sin embargo, cuando esta liberación desemboca en un militantismo contraceptivo y abortivo -ya que la paternidad se concibe de ahora en adelante como cargas insoportables para individuos que han olvidado que son antes de todo hijos e hijas- sólo puede ceder el paso, tras unas generaciones, a la dominación masiva de las mujeres con burqa, puesto que las mujeres en minifalda se reproducen mucho menos.
Por mucho que protestemos «Oh, el burqa. ¡Qué costumbres más bárbaras!», ésta y otras costumbres bárbaras hacen funcionar a nuestra civilización del futuro; bueno, de un futuro sin posteridad…
En el fondo, los yihadistas cometen un grave error estratégico: al provocar reacciones indignadas, lo único que logran es ralentizar la islamización suave de Europa, la que presenta Michel Houellebecq en su última novela -que también salió a la venta el 7 de enero-, y que se pone en marcha gracias a nuestra doble astenia religiosa y sexual. A menos que nuestra insistencia en «no generar confusiones», en decir que el islam no tiene nada que ver con el islamismo (cuando tanto el presidente egipcio Al-Sissi como los Hermanos Musulmanes nos dicen lo contrario) y en sentirnos culpables de nuestro pasado colonial nos entreguen con más obsequiosidad, si cabe, al proceso en curso.
Sea como fuere, hay una vanidad que debemos perder: la que consiste en creer que los movimientos islamistas son movimientos previos a las Luces y bárbaros -como lo apuntaba más arriba-, que se templarán tan pronto como conozcan el esplendor del consumismo. En realidad, son movimientos posteriores a las Luces. Saben que las utopías humanistas, que habían sustituido a la fe religiosa, se han derrumbado.
De ahí que nos hagamos la pregunta de si el islam no es el término dialéctico en una Europa tecno-liberal que rechaza sus raíces grecolatinas y sus alas judía y cristiana: esta Europa no puede vivir demasiado tiempo sin Dios ni madres, pero, como niña mimada que es, tampoco será capaz de volver a su Madre Iglesia, y al final consiente a entregarse a un monoteísmo fácil en el que la relación con la riqueza está desdramatizada, la moral sexual es más relajada y la posmodernidad hi-tech edifica ciudades tan radiantes como las de Catar. Dios + el capitalismo + las huris de harén + los ratones de ordenador ¿Por qué no sería el último compromiso, el verdadero final de la Historia?
Una cosa me parece cierta: lo bueno que hay en el siglo de las Luces ya no puede subsistir sin la Luz de los siglos. Pero, ¿seremos capaces de reconocer que esta Luz es la Verbo que se hizo carne, del Dios hecho hombre, es decir, de una divinidad que no aplasta lo humano sino que lo asume en su libertad y en su debilidad?
Os hago una última pregunta: sois romanos, pero ¿tenéis motivos sólidos para evitar que la Basílica de San Pedro no acabe como la Catedral de Santa-Sofía? Sois italianos pero ¿seréis capaces de luchar por la Divina Comedia? ¿O bien os avergonzáis porque Dante tuvo la osadía, en el Cántico XVIII de su Infierno, de hablar de Mahoma en el noveno Fraudulento del octavo círculo?
Para terminar: somos europeos. Pero ¿estamos orgullosos de nuestra bandera con doce estrellas? ¿Nos acordamos del sentido mismo de esas doce estrellas que nos reenvían al Apocalipsis de San Juan y a la fe de Schuman y de De Gasperi? El tiempo del confort se ha terminado. Ahora tenemos que contestar, o estaremos muertos: ¿para qué Europa estamos dispuestos a dar la vida?
Publicado en Alfa y Omega.
Traducción de José María Ballester.