Familia y trabajo, ¿son compatibles? Esa es la cuestión, el dilema o, mejor dicho, el gran problema que se plantea a muchas madres de familia. Las mujeres de las clases productivas han trabajado siempre, y con frecuencia en tareas rudas y fatigosas, desde los tiempos más remotos, pero dentro de una cierta división de tareas, como si el taylorismo fuera consustancial con la naturaleza de hombres y mujeres (El taylorismo se debe al ingeniero norteamericano Frederick Winslow Taylor, 18561915, que en 1912 publicó un tratado con el título de «Principles of Scientific Management» en el que defiende la división del trabajo en tareas específicas a cargo de especialistas, sobre todo en las cadenas de producción de las grandes industrias.
El sistema provocó el rechazo de los sectores sindicales, alegando que robotizaba o mecanizaba a los operarios, reduciéndolos a simples autómatas de una sola tarea, como reflejó Charlot en su película «Tiempos modernos». Sin embargo, el taylorismo permitió un considerable aumento de la productividad y el abaratamiento de los productos industriales fabricados en serie).
En la historia de la humanidad los hombres se han dedicado, con frecuencia, a ocupaciones, no tanto más duras, sino más expuestas o alejadas del hogar. El caso de los marinos y marineros, o los pastores de rebaños trashumantes, o los soldados vasallos o mercenarios, o los integrantes de fuerzas internacionales de nuestros días –aunque en estos existan ya «soldadas»-, son buenos ejemplos históricos y actuales de actividades típicamente masculinas lejos de sus moradas.
En cambio, el trabajo de las mujeres estuvo siempre más ligado a la casa y al cuidado de la familia. A la huerta y los animales domésticos, a la limpieza hogareña, al cuidado del puchero familiar, etc. Era una brega dura, sin límite de horas, pero como las gallinas cluecas, sin dejar nunca de cobijar a sus polluelos. Cobijar, proteger, criar, cuidar, educar y encarrilar a los hijos, dentro de sus limitaciones culturales, pero de una grandeza moral que hoy echamos de menos en no pocos casos que todos conocemos o que saltan a los medios informativos un día sí y otro también. Si la mujer era una buena madre de familia, los hijos crecían en un ambiente entrañable, sano honorable y religioso. La gestión de la casa, la educación de los hijos y sobre todo la trasmisión de la fe y los principios morales, era cosa de la mujer, mientras el marido se dedicaba, casi en exclusiva, a buscar el sustento para sacar adelante a la prole, que no era poco.
La mujer rural y urbana
Pero el mundo ha cambiado radicalmente en muy pocas décadas, debido a la modernización y expansión de la economía. De un modo de producción mayormente agrario, rural, para muchos de mera subsistencia que predominaba en España, como era el que imperaba en toda Europa hasta la revolución industrial, y aún sigue siendo el sistema dominante en grandes áreas del mundo, se ha pasado a un modelo urbano en el cual la gente puede comprar de todo, ya hecho, sin necesidad de elaborarlo por sí mismo, como sucedía antaño. De ese modo, la mujer se ha quedado sin la mayor parte de las tareas domésticas que le eran propias, provocándole la sensación de ser un «trasto» casi inútil.
Pero ello no es todo. Si por un lado ha perdido la mayor parte, o casi todas, las funciones que por su naturaleza le asignaba la sociedad, por otra ha adquirido la conciencia, perfectamente legítima, de querer valerse por sí misma, de ser ella por ella misma, sin más dependencia del varón que la que tenga el varón de la mujer en el «cooperativa» familiar. O sea, en un plano de igualdad aunque la naturaleza los haya hecho diferentes.
Las mujeres ahora estudian toda clase de carreras –me atrevería a decir que en estos momentos más que los hombres-, están dispuestas a ejercer cualquier profesión incluso las más arriesgadas como la militar, a lo que tienen perfecto derecho, están capacitadas en muchas ocasiones para ocupar altos cargos de responsabilidad, pero ello, que proporciona una gran independencia a las féminas frente al varón y a la sociedad, impone un peaje, que es inútil ocultar.
De reina de la casa a madre ausente
Todos los trabajos se desarrollan fuera del hogar. Si antiguamente las mujeres se hallaban sometidas a un especie de servidumbre familiar, de la que no podían salir, si bien gozaban en contrapartida del privilegio de ser las «reinas» de la casa, y por ello protegidas, en el contexto un matriarcado ampliamente reconocido. Ahora, en cambio, tiene que salir a la hostilidad de la calle, a la dura pelea de la competencia laboral, dejar el hogar y la familia por más tiempo del que quisiera sin liberarse de las tareas domésticas, aunque le echen una mano los demás miembros de la «sociedad en régimen de gananciales»... si la echan, y sin poder ocuparse de los hijos como desearía.
Esta situación, que es mucho más compleja y bronca de lo que apenas indico, explica muchas cosas de la sociedad actual: el retraso en contraer matrimonio como Dios manda –quienes lo hacen-, la bajísima tasa de natalidad porque es difícil estar en misa y repicando, el escandaloso número de rupturas de «pareja» con el consiguiente trauma de los hijos y de los propios divorciados, la creciente violencia de género que irá en aumento, la degradación juvenil, el tremendo fracaso escolar, por no hablar del criminal genocidio abortista, propiciado desde el mismo poder político, ¡inaudito!
En conclusión: nada que oponer a la independencia laboral y profesional de la mujer, que bien se lo ha ganado y a lo que tiene perfecto derecho, pero, ¿cómo compaginar familia y trabajo? ¿Con ocupaciones a media jornada o con horario reducido? Quizás, aunque ello supone también, salario reducido y la imposibilidad de ascender en el empleo. En fin, no sé, pero si sé que el problema existe, vaya si existe, y menudo problemón que es. Un problemón que está en la raíz de otros muchos problemas humanos y sociales de nuestra época.