Ante la pregunta de los discípulos a Jesús sobre quién era el mayor en el reino de los cielos, nos enseña Mateo en el capítulo 18 versículo 6 que "cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno y que se le hundiese en lo profundo del mar."
En consonancia con los tiempos que corren, no parece fácil encontrar suficientes piedras de molino para tanto falso "benefactor" o "protector" que, con sibilinos engaños y vanas promesas, es capaz de destruir y aprovecharse de la inocencia de los niños. Por desgracia, es lo que hay en este despiadado y derrumbado mundo no exento de subversivas leyes que irremisiblemente nos conducen al mismo abismo en el que los gestores del Mal campan a sus anchas refugiados en la oscuridad de perversos actos.
Las estadísticas no engañan y el vertiginoso crecimiento porcentual –hasta se puede multiplicar por cinco mil– de la obscenidad e indignidad humana no hace más que ratificar los infames niveles de indecencia, abusos y tráfico de menores de un tiempo a esta parte, como denuncia la modesta cinta de Alejandro Gómez Monteverde, Sonido de libertad, convertida por justicia poética en millonario éxito en las taquillas americanas a pesar del contramarketing de sus poderosos detractores. Al final, la verdad prevalece.
Sin embargo, no pasa nada. Esas víctimas no dejan de engrosar interminables listados de niños desaparecidos y tristemente sumidos en el vil anonimato de la inmensa mayoría de los casos. El reino de la hipocresía sabe bien en qué tipo de sociedad puede cómodamente instalarse con las prebendas recibidas de aliados como la indiferencia social y la alarmante ausencia de valores. De valentía y devoción a una causa, ni hablamos.
El Mal no hace prisioneros y su lucha sin cuartel sabe aprovechar este momento en el que, a nivel mundial, un incipiente relativismo y una provocada e interesada polarización caminan de la mano para abatir cualquier resquicio de su rival, el Bien, ese rayo de luz que intenta filtrarse entre las siniestras tinieblas de un presente infecto de seres que, como los pedófilos, "no son de fiar". Tim Ballard (Jim Caviezel) –protagonista de Sonido de libertad– dixit.
Y, precisamente, de tipos y personajes en los que no debemos confiar andamos muy sobrados; además, en diversos ámbitos que van desde la política hasta la justicia –todo con minúsculas– pasando por periodistas o profesionales que, renegando de una falsa ética, corren el tupido velo otorgado a sus prostituidos principios por un interés económico e ideológico similar al de esas sucias ventas de inocentes criaturas al mejor postor en el inminente estreno español de la película de Angel Studios.
Dios mediante –y buena falta que nos hace–, el próximo 11 de octubre el celestial eco de voces infantiles podrá oírse en los cines de España y ese Sonido de Libertad tras el rescate en una playa nos convertirá en acérrimos seguidores de Timoteo, un antiguo agente federal, en pos de cumplir una misión hasta el punto de sacrificar elementos esenciales de su vida: hijos, trabajo y una mujer de bandera dispuesta a la inmolación personal y familiar en beneficio del hallazgo de los niños raptados en una inhóspita selva colombiana. Como madre, lo primero antes que lo segundo. Ejemplar.
Cuando eres padre y la cama de uno de tus hijos está vacía al llegar la noche, es comprensible que la incertidumbre o la desesperación te jueguen una mala pasada, como a Roberto, padre de Rocío y Miguel, dos menores que, bajo el engaño a la figura parental, sucumben ante la adulación y palabrería de Katy, el cebo de la red de traficantes de niños con esa manzana podrida de la fama y el éxito.
Y en ese tórrido mundo de infectas pasiones adultas surge un halo de esperanza lleno de sutileza y elegancia, sin escenas explícitas, una invitación a la consecución de la noble meta del héroe y el desprecio al temor inducido por un acomodado establishment que, pulgar arriba, se ha atrevido a normalizar escandalosas cifras de delitos sexuales contra los hijos de Dios.
Tim (Timoteo) –como su propio nombre significa en griego–, ama, adora y honra a Dios con trabajo, entrega y profesionalidad, con la puesta en práctica de valores y virtudes en desuso, con el desprecio a su propia vida cuando el indefenso prójimo está expuesto a ese tsunami de turbulencias que la sociedad actual escandalosamente exhibe sin tapujos, sin escrúpulos, sin vergüenza, sin hacer caso a la voz de un desesperado Dios empeñado en que la luz se imponga a la oscuridad de las tinieblas.