En el evangelio de Lucas se nos narran tres curaciones milagrosas de Jesús realizadas en sábado. Son Lc 6,611, la curación de un hombre con la mano derecha paralizada, Lc 13,1017, curación de la mujer encorvada y Lc 14,1-6, curación del hombre enfermo de hidropesía. Estas curaciones provocan la ira de los escribas y fariseos, como leemos en Lc 6-9: “Jesús les dijo: ‘Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?’”. En Lc 13,14: “Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente: ¿Hay seis días para trabajar; venid, pues a que os curen en esos días y no en sábado”, a lo que Jesús responde: ‘Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata su buey o su burro del pesebre y los lleva a abrevar? Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?’”. Y en Lc 14,3-4 dice: “Tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y a los fariseos: ‘¿Es lícito curar los sábados no?’ Ellos se quedaron callados”.
En estos tres episodios, y en otros muchos que podríamos buscar en los evangelios, vemos como Jesús defiende que el bien puede hacerse en cualquier momento y que precisamente el sábado, por ser el día del Señor, es el más adecuado. En cambio los fariseos, agarrados a la letra de la Ley, corrompen totalmente su espíritu. Jesús se nos aparece como el defensor del sentido común.
Pero si Jesús defiende el sentido común, nosotros que somos sus discípulos, también debemos vivirlo y practicarlo. Pero ¿cómo? Una vez más, Jesús es nuestro maestro. Los evangelios nos narran que Jesús, con frecuencia, se retiraba a rezar. Pero hay oraciones de Jesús cuya importancia quiero subrayar: los evangelios nos cuentan que, antes de su vida pública, Jesús se prepara estando cuarenta días en el desierto (Mt 4,111; Mc1,1213; Lc 4,113); antes de la elección de los apóstoles, Jesús pasó la noche en oración (Mt 10,1-4; Mc 3,1319; Lc 6,1216) y ante la inminencia de Pasión se retira a Getsemaní (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46). Los dos grandes ingredientes del sentido común son la reflexión y la oración.
Un amigo mío, subdirector de una fábrica, me dijo en cierta ocasión: "Hay días que llego a la fábrica, me cierro en mi despacho, advierto a mi secretaria que no estoy para nadie, y dedico un buen rato a pensar en los problemas de la fábrica. Creo que son los días que salgo más rentable a la fábrica". Creo que nos iría a todos mucho mejor si, cuando tenemos que tomar una decisión importante, nos sentásemos a reflexionar un rato y, si somos creyentes, no nos vendría mal que a esa reflexión le uniésemos la oración.
Más de una vez he pensado que en las facultades universitarias lo que se intenta hacer con los jóvenes es enseñarles a usar el sentido común, ciertamente a un nivel muy alto, en esa rama de la ciencia. Recuerdo lo que me dijo un educador sobre un grupo de jóvenes a los que estaba dando un cursillo: “Son buenos chavales, pero se dejan llevar demasiado por sus sentimientos. Mi tarea es enseñarles a razonar”.
He ido varios años a confesar a Santiago de Compostela y, como por mi ciudad de Logroño pasa el camino, no es raro que confiese o charle con peregrinos. El fruto principal del camino son las conversiones, pero incluso para aquellos que no logran ese fruto espiritual, el camino les da algo de lo que en la vida ordinaria carecemos: les da tiempo. Tiempo para hacer experiencias muy interesantes, tiempo para charlar y hacer amigos, pero sobre todo tiempo para encontrarse consigo mismos, para reflexionar y, en ocasiones para rezar y encontrarse con Dios. Humanamente, generalmente es una experiencia muy interesante y enriquecedora de la persona. No nos olvidemos que el don más grande que Dios nos ha dado es nuestra cabeza, y nos la ha dado para que pensemos, pues somos animales racionales y por ello nos distinguimos de los animales. El sentido común es hijo de la reflexión, y, ojalá, también de la oración.