A través de todo el año litúrgico, la Iglesia celebra la memoria de todos aquellos santos declarados como tales por la Iglesia. Pero la Iglesia es consciente de que los santos son muchos más que aquellos que han sido declarados oficialmente; por eso, el 1 de noviembre quiere celebrar en un mismo día a todos aquellos hombres y mujeres que pasaron por el mundo viviendo heroicamente el espíritu de las bienaventuranzas.

La palabra santo tal vez nos lleva a pensar en alguien excesivamente excepcional, extraordinario, fuera de lo normal; en alguien digno de admirar pero con muy pocas posibilidades de ser imitado. Pero nada más lejos de la realidad pues el triunfo de los santos no lo es por méritos propios sino que es el triunfo de Dios y de su gracia en ellos. Los santos fueron personas como nosotros: unos hicieron grandes milagros y otros no; unos fueron personas excepcionales pero otros fueron personas normales; fueron personas que vivieron con nosotros y entre nosotros, no fueron extraterrestres. Sí, muchos de aquellos que ya gozan de Dios tras una vida preclara fueron nuestros padres, nuestros amigos, nuestros conocidos.

Ahora bien, unas notas los distinguieron a todos ellos: fueron personas honradas y veraces; la principal norma de su vida fueron las bienaventuranzas, que trataron de vivir personalmente; Dios ocupó el primer puesto en sus vidas; supieron amar, perdonar y comprender a los demás. Y, por todo ello, han merecido oír la voz de Cristo que les ha dicho: “Venid, benditos de mi Padre, entrad en el Reino eterno preparado para vosotros antes de la creación del mundo”.

El día de todos los santos celebramos el triunfo definitivo junto al Padre de esa multitud incontable de hombres y mujeres que hicieron del seguimiento de Cristo Jesús su meta, su objetivo principal y su norma de vida más importante. Ellos son hoy para todos nosotros, los que aún peregrinamos por este mundo, un verdadero ejemplo, un modelo y testimonio de que el amor dado y vivido radicalmente merece la pena. Sí, ellos son un modelo de vida cristiana porque, en todo momento, Jesucristo y su mensaje fueron la norma principal de su vida; ellos son estímulo para, con ayuda de la gracia, poder vivir heroicamente nuestra fe; ellos son, para todos nosotros, una llamada a seguir el camino del Evangelio con entrega total y feliz.

Hermanos y hermanas: La fiesta de todos los santos es un día de gozo, de júbilo para toda la Iglesia pues veneramos la memoria de aquella multitud de hombres y mujeres que han alcanzado definitivamente, tras una vida ejemplar, la meta que todos deseamos: la santidad, la felicidad eterna junto a Dios Trinidad. Ojalá que su ejemplo nos abra los ojos para descubrir y anunciar que merece la pena vivir radicalmente la vida de gracia y que todos, sin excepción, estamos llamados a esta maravillosa vocación: la santidad. Con San Pablo gritamos: “Os anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó a pensar: aquello que Dios preparó para los que le aman” (1 Co 2, 9) ¡Feliz día de todos los santos!