La experiencia de la muerte de los amigos y familiares provoca siempre dolor y sufrimiento. A cada persona, la pérdida de un ser querido le trae a la mente los días pasados en su compañía, los sufrimientos compartidos, el cariño recibido y las alegrías vividas en común. Por ello, no deberíamos avergonzarnos nunca del dolor y de las lágrimas derramadas por nuestros difuntos. Son la mejor demostración del amor que les profesábamos y de la gratitud que les debemos.
Los grandes santos, como nosotros, experimentaron también el desgarro interior ante la muerte de los suyos. San Agustín nos dejó testimonio escrito del hondo dolor que le produjo la muerte de su querida madre. Dice el santo: “Mientras le cerraba sus ojos, una inmensa tristeza se espesaba en mi corazón y se transformaba en un río de lágrimas. Pero, ¿qué era lo que me dolía tan intensamente, sino la reciente herida abierta por la ruptura repentina de nuestra convivencia diaria, tan agradable y tan querida?”.
Este testimonio de San Agustín nos ayuda a comprender que el profundo dolor por la separación de nuestros seres queridos nos afecta a todos. Ahora bien, tanto el santo de Hipona como todos los cristianos, en virtud de nuestra fe en el Resucitado, podemos experimentar también la gran esperanza que se abre al ser humano con la muerte. En la vida y en la muerte, quienes creemos en Jesucristo, confiamos en el cumplimiento de aquellas palabras suyas: “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.
La Iglesia, acogiendo con fe la Palabra de Dios y meditando en la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte en virtud de su resurrección, además de profesar en el Credo su profunda convicción en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro, no cesa de pedir a Dios, en la celebración de la Eucaristía y en otras oraciones litúrgicas, que se acuerde de su hijos, muertos con la esperanza de la resurrección, y que los lleve a contemplar la luz de su rostro por toda la eternidad.
Pero, además de estas oraciones diarias por los difuntos, la Iglesia, a partir del siglo XI, estableció la conmemoración de todos los fieles difuntos, el día 2 de noviembre. Con esta celebración, la Iglesia no sólo pretende expresar la profunda comunión existente entre los fieles difuntos y los que aún quedamos en este mundo, sino que anima a todos sus hijos a orar al Padre celestial por el descanso eterno de quienes nos han precedido en la fe. La participación en la vida de Cristo, celebrada el día del bautismo, tiene que llegar a su plenitud después de la muerte. Esta convicción, rechazada por quienes se apoyan únicamente en las demostraciones científicas, tiene pleno sentido para quienes confesamos nuestra fe en Jesucristo resucitado.
Con la confianza en nuestra propia resurrección, cuando el Señor quiera llamarnos a su presencia, oremos confiadamente por nuestros familiares y amigos difuntos. Pidamos especialmente por quienes mueren a causa del odio y de la violencia, o no tienen a nadie que ore por ellos. Que el Señor les conceda a todos el descanso eterno y los reciba en la región de la luz y de la paz, para que puedan contemplar cara a cara a su Salvador.
Con mi bendición, que el Señor acreciente nuestra fe en la vida eterna.