Un Estado en estado de revolución permanente es algo más que una institución no representativa ni confiable, es un dios de muertos. Incapaz de custodiar el bien común, solo puede timarlo, y confitarlo de antropología barata. Demópatas de los medios convencionales decían estos días que la Ley de Eutanasia era algo así como el triunfo libídine de la libertad absoluta del hombre. Lo recitaban como si hubiera una aureola de soberanía en la libertad. Como si de una conquista sin precedentes se tratara. En efecto, lo era: el hombre que se conquista a sí mismo y cree derrotar su condición natural se destruye.
La nefasta filosofía hegeliana ya enseñaba los caminos quiméricos de la voluntad libre que el Estado se encargaría de facilitar para así hacer realidad los sueños y pesadillas provenientes del querer. De este modo Hegel se cargaba la noción de ley humana positiva como la ley natural aplicada al acto social, dando paso a los convencionalismos y patrañas jurídicas destinadas a forzar la naturaleza del hombre. Así floreció una filosofía negadora del sentido cristiano de la vida, pisoteado en la edad contemporánea por el sentido democrático a cargo de los barateros y mercachifles de parlamento.
Salía Reig Pla al paso de la Ley de Eutanasia con una carta pastoral donde anunciaba que vivimos actualmente en un orden que auspicia “el debilitamiento moral de nuestro pueblo”.
Al tratarse de un orden anticristiano ex profeso, no solo se busca la destrucción de la fe católica, se atenta contra todo elemento de orden tradicional y atingente al ser humano. El Estado actual es el ariete de ese proyecto, sellado en un contrato constitutivo del que Reig Pla denuncia su ambigüedad (refiriéndose a la Constitución). No es para menos, porque el contrato constitutivo ha transicionado al pueblo español hacia el derrumbe moral, la nadería espiritual y la esclavitud política. En el centro del desastre (para no variar), el anzuelo político ha sido una noción animalizante de libertad, entendida como conciencia de necesidad, sin reparar en las necesidades de la recta conciencia.
Una libertad sana, participada del bien común, es el derecho a cumplir con el deber de alcanzar el fin último del hombre, y nunca el fin que habilita al individuo a crear sus propios derechos deshojando las margaritas que le ofrece el Estado (como la libertad eutanásica). Esa fantasmagoría emancipadora ha dado al traste con la noción clásica de bien común, a la postre la única posible. Acorde al sentido cristiano de la vida, el político tradicionalista Víctor Pradera entendía el bien común como “el hecho de la conspiración espiritual, en que las voluntades se traducen dentro del orden vital”, en el cual la ley humana positiva “en cuanto contiene dictados de la ley natural, es una ordenación de la razón a un fin". Fin que ha sido triturado por el parlamentarismo, calificado por Pradera de "bodrio revolucionario”, que urde efugios como “la muerte digna” para dar salida a las leyes eutanásicas. Total, todo puede pasar cuando la altísima tarea del bien común (el bien temporal mas importante) es confiada por una multitud facciosa a los legisladores y ejecutores del antiEvangelio, es decir, la mentira transmitida como verdad, por el burdo hecho de haber sido deliberada y votada en el bodrio revolucionario que ponía de resalto Víctor Pradera.
El Estado actual, con la aprobación de la ley de eutanasia, continúa con la vieja aspiración de reemplazar a la Iglesia, tras años de repliegue del clero. Solo así se explica cómo entre el cura y el sicario, el enfermo eutanasiado sea capaz de quedarse con el harakiri nihilista bendecido en la sede del bodrio parlamentario.
Pero hay hombres que, por el simple hecho de ser siervos de Dios, jamás desfallecen. Reig Pla, en su carta pastoral, impele a la Iglesia española a tomar partido a sabiendas de que no hay copia que resista al original, y que el Estado hoy no es mas que un plagiador, sin más haber que las concesiones volitivas que Hegel le atribuía. Vistas las carencias del Estado, sin virtudes teologales ni catecismo que enseñar, el bodrio parlamentario promulga una sarta de derechos antropológicos (como la muerte digna) para que las almas en pena, en medio de la agonía, puedan deshojar margaritas y aferrarse al dios de muertos. Semejante estafa tocará a su fin el día que la Iglesia escuche a monseñor Reig Pla, se calce por los pies el magisterio y anuncie al Dios de vivos.