Con indignación, pero no con sorpresa, fuimos testigos de la sórdida ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Fue inadecuada, obscena, blasfema, cargada de ideología y de mensajes execrables... Una de las cosas que ha quedado clara es ese afán desmedido de distorsionar el pasado y convertirlo en parodia, de narrar una Historia desfigurada y mostrenca que será reemplazada por lo novedoso, siempre mejor, con un ansia demoníaca de transgresión y originalidad. Toda una declaración de principios mediante una liturgia muy bien orquestada.
Así, se nos presenta la idea de que nosotros, los "actuales", vamos a crear una Tierra y unos Cielos nuevos. Porque hasta ahora, la Historia de Occidente, la Historia del hombre sobre la tierra, sólo ha sido maldad y desatino. La metafísica, la ley natural, el concepto de persona, el concepto de familia, el principio de autoridad, las religiones (sobre todo las cristianas), la civilización occidental con su espléndido bagaje, la expansión de su cultura, de su fe y lo que ha aportado de verdadero progreso a la humanidad entera se nos antojan cosas superadas, llenas de supersticiones muy previsibles, erradas desde sus principios, aliadas perfectas de un imperialismo de señoritingos predador y despreciable que ha arremetido con todo y con todos, incluidos el clima, los sentimientos más íntimos y hasta los osos polares.
Los nuevos Adanes prometen una civilización perfecta, donde el libertinaje sea su bandera, donde no haya fronteras ni religiones -así lo imaginó John Lennon-, donde la familia sea una entelequia del pasado, donde la persona sea un concepto fluido y amorfo, donde lo feo, lo grotesco y lo bajuno sean el paradigma de belleza, donde el único contaminante sea el látex de sus preservativos porque los desechos de los abortos servirán de abono, donde quepan todos y quepa de todo por cualquier orificio. La libertad nos hará verdaderos, seremos como dioses, generaremos nuestro destino como Adán generó el suyo (y el nuestro) y decidiremos lo que es bueno y lo que es malo hasta caer de rodillas lamiendo con la lengua lo perverso. Y no exagero, véase que ya estamos en ello.
Dónde estamos y hacia dónde vamos quedó clarísimo en ese espectáculo luciferino a las orillas del Sena. Es el adanismo, sobre todo el adanismo woke, una de las enfermedades de nuestro tiempo que reza: "Non serviam! porque todo empieza con nosotros, todo empieza conmigo, yo soy el principio...". Y pobre del que se salga del guion establecido porque en este barco cabemos todos, menos aquellos que se atrevan a disentir.
En la parábola llamada "del sembrador", que prefiero llamar "de los terrenos" (Mateo 13, 3-23, Marcos 4, 3-20 y Lucas 8, 5-15), en esa en la cual la semilla cae en sitios diversos, se descubren tres actores: el sembrador, la semilla y los diferentes terrenos. Vamos a fijarnos un poco. Del sembrador no se nos dice nada, sólo se le nombra como de pasada. Podríamos ser cualquiera de nosotros, porque en esta vida todos somos oveja y pastor, sembrador y terreno… De la semilla sabemos que es la palabra de Dios, es decir, la Palabra, el mismo Jesucristo Segunda Persona de la Santísima Trinidad. En Él está la infinita fuerza transformadora. La Semilla crece y da fruto sin que el sembrador sepa cómo (Marcos 4, 26-29), porque tiene vida en sí misma y la tiene en abundancia... La parábola se detiene en los terrenos que simbolizan el corazón del hombre, ese corazón que necesita a Dios y, con frecuencia, no lo sabe. Ese corazón que busca y, al buscar, puede acoger o, si yerra, rechazar, y rechazar para siempre. Como bien sabemos, Dios me libre de juzgar a nadie concreto, hay trigo y hay cizaña, hay personas buenas y hay personas malas, hay salvados y hay condenados. Por eso, Jesús sobre todo insiste en las características del terreno, del corazón del hombre, porque bien sabe que la semilla -la Palabra- es perfecta y que el sembrador poco importa.
La acogida de la Palabra se da en el corazón y no es consecuencia de la actitud del sembrador, de una mejor o peor estrategia de venta, ni de rebajar la exigencia, sensiblerizar los métodos o devaluar los contenidos... Como bien explica, es consecuencia de las disposiciones de nuestro corazón. Ya pueden los curas disfrazarse de amistosos payasos, ya pueden sonar guitarras españolas, eléctricas o gaitas gallegas, ya se pueden "modernizar" la liturgia y las estrategias de evangelización, ya podemos hacer el pino puente, que mientras no dejemos de ser protagonistas y seamos completamente conscientes de la infinita grandeza de lo que tenemos entre manos, ofreciéndolo con integridad, dignidad y la honda reverencia que se merece, no se logrará nada de nada, será un desgaste estéril, como desde hace tiempo demuestra la experiencia. La condición sine qua non es el corazón que recibe. Entiéndaseme bien, no quiero decir que las formas, la afectividad, la oportunidad… no sean importantes, pero siempre sabiendo que la fuerza está en la integridad del mensaje.
Por tanto, los católicos no debemos ni renegar de nuestro pasado ni creer que en las novedades está la solución. No podemos caer en los errores del mundo ni podemos abrazar sin criterio el mito del progreso porque es diabólico y vemos hacia dónde nos lleva. Por si alguien no se ha dado cuenta, nos lo acaban de mostrar con todo detalle. Una cosa muy deseable es tener las velas extendidas al soplo del Espíritu que siempre es novedad y otra, muy distinta, es el adanismo que, en lo religioso, siempre conduce a la expulsión del paraíso. Solo Dios, a través de la redención y el perdón, puede tomar el pasado y restaurarlo sin borrarlo.
Gracias a Dios, al poco de ver la ceremonia con su tinte de liturgia diabólica, me llegó un mensaje al móvil que en resumen decía algo así como: París por la noche, tras la satánica ceremonia inaugural de las olimpiadas, se quedó a oscuras. Sólo lucía una luz, la basílica del Sacré-Cœur de Montmartre. Cristo siempre será la luz del mundo frente a las tinieblas. Palabras de esperanza.
En este contexto y por antítesis, al observar ese maléfico espectáculo y el derrotero que ha tomado el mundo permaneciendo refractario a la fuerza infinita de la Palabra, me vino a la cabeza la misa tradicional, la misa tradicional como baluarte de continuidad, como antídoto contra el ansia de originalidad. Me explico: creo que, para no caer en una liturgia que pueda descarriarse según el sentir del mundo -porque menos la belleza todo se pega-, hace falta mantener un referente al que siempre poder acudir para volver a empezar por los fundamentos. Hay que partir de la base de que la liturgia es para Dios y no para nosotros. Así, la misa tradicional o vetus ordo sería como ese frasco de esencia que guardaban los alquimistas por si después de múltiples mezclas y experimentos el producto original se hacía irreconocible, como esa masa madre que se guarda para hacer pan de nuevo o como ese mástil de la nave al que se ató Ulises para no sucumbir al ruido del mundo. También creo que no hay razón, ni probablemente potestad, para terminar con la misa tradicional, a excepción del puro adanismo.
Añadir dos reflexiones finales. La primera es que lo bueno de esto es que lo mostrado en la ceremonia de inauguración da pie para reflexionar que la vida solo puede ser dos cosas, o un tiempo de verdad, de amor y de gracia, o una pesadilla de la materia sobre sí misma orquestada por Satanás. Quizás esto haga pensar a mucha gente. La otra, y al hilo de lo narrado, como dice el aforismo, es que "si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella". La mejor estrella es Jesucristo.
¡Ah! Y recordad que el mal triunfa cuando la gente buena se queda callada. Y cuando la gente buena se queda callada, ya no es gente buena, porque es parte del problema.