Con cierta frecuencia, a propósito de diversas coyunturas que se suceden a lo largo de la historia nacional e internacional, vuelve a hablarse de la necesidad de la separación entre los Estados y la Iglesia. Incluso se asocia dicha necesidad a la llamada “legítima sana laicidad”.
La expresión "legítima sana laicidad", como es sabido, fue utilizada por Pío XII en un pasaje en el que afirma que ella es “uno de los principios de la doctrina católica”. Más adelante, el Papa señala que “la ciudad [en este caso, la comunidad política de Las Marcas, Italia] será parte viva de la Iglesia si en ella la vida de los individuos, la vida de las familias, la vida de las grandes y de las pequeñas colectividades, estuviera alimentada por la doctrina de Jesucristo, que es amor de Dios y, en Dios, amor del prójimo. Individuos cristianos, familias cristianas, ciudades cristianas, marcas cristianas”.
Resulta evidente que, en la mente de Pío XII, la mencionada legítima sana laicidad como “uno de los principios de la doctrina católica” no excluye sino, al contrario, exige la información de la comunidad política por parte del Evangelio sin perder de vista, como afirma poco antes, que la tradición de la Iglesia se esfuerza por sostener como distintos pero, siempre según los rectos principios, unidos los dos poderes [el eclesiástico y el político].
De esta manera, la mencionada sana laicidad no puede entenderse como “laico-sanitarismo”, es decir, una especie de toma de posición aséptica por parte de la autoridad política, una falta de cosmovisión moral y espiritual que no alimentaría sus acciones. Como bien apunta Jean Ousset en Para que Él reine “es imposible que una doctrina no reine sobre el Estado”. Cuando el Estado, por ejemplo, en su Código Civil, se refiere a la propiedad privada de los bienes regulando su ejercicio –o, eventualmente, cuando la niega o aminora–, responde a una cosmovisión moral y espiritual. Cuando el Estado, mediante el Código Penal, penaliza el homicidio con determinada cantidad de años en la cárcel, se vuelve evidente que lo inspira determinada cosmovisión moral y espiritual. Cuando el Estado, normalmente en el texto de su Constitución –todavía antes, en su Constitución histórica–, adopta una religión como propia sin perder de vista la libertad religiosa, revela que su régimen de gobierno, su cuerpo legislativo y el ejercicio de la judicatura debe orientarse con un criterio de bien común nutrido de una cosmovisión moral y espiritual. Es decir, la “neutralidad moral” del Estado es una quimera.
Finalmente, en respuesta a los que sostienen como caduca la doctrina de la unión entre la Iglesia y los Estados –que, por cierto, debe ser rectamente entendida–, conviene recordar in extenso un texto de Léon XIII dirigido a los obispos estadounidenses: "No cabe la menor duda de que han conducido a estas felices realidades principalmente los mandatos y decretos de vuestros sínodos, sobre todo los de aquellos que, andando el tiempo, fueron convocados y sancionados por la autoridad de la Sede Apostólica. Pero han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida. Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia por el derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a vuestra Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos. Pero, aun siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo norteamericano. Pues que el catolicismo se halle incólume entre vosotros, que incluso se desarrolle prósperamente, todo ese debe atribuirse exclusivamente a la fecundidad de que la Iglesia fue dotada por Dios y a que, si nada se le opone, si no encuentra impedimentos, ella sola, espontáneamente, brota y se desarrolla; aunque indudablemente dará más y mejores frutos si, además de la libertad, goza del favor de las leyes y de la protección del poder público” (encíclica Longinqua oceani, 6 de enero de 1895, n. 6).
De esta manera, la (re)cristianización del orden social supone la politicidad natural y, debido a la politicidad del derecho, también de la consistencia propia del orden jurídico de cada nación. Legítima sana laicidad que, a su vez, se subordina a la consecución del fin último del hombre, de lo que se sigue la exigencia de la unión de los Estados con la Iglesia.