Este verano he tenido la oportunidad, que nunca me había esperado, de seguir las huellas, por Londres y alrededores, de Gilbert Keith Chesterton, gracias a la amable invitación del Club Chesterton de Granada, presidido con gran entusiasmo y simpatía por Miguel Caro. Se trata de un grupo de amigos y amigas de la capital andaluza que se reúne mensualmente para comentar capítulos de libros del gran autor inglés.
Yo que creo que casi nadie se puede considerar chestertoniano experto, aunque quizás existan algunas excepciones en Inglaterra y EEUU. Todos podemos saborear unas frases ingeniosas y dejarnos llevar por las brillantes paradojas de un escritor que, a primera vista, a muchos les parece como un producto excéntrico de su país, pero con la diferencia de que este excéntrico está cargado de razón y de sentido común.
Soy incapaz de escribir una crónica detallada, y necesariamente incompleta, de esta “peregrinación” chestertoniana, pero puedo sacar a la superficie algunas de mis impresiones de mi viaje interior, que siempre están presente en todo viaje exterior, siempre y cuando se tengan bien abiertos los ojos, los oídos y la mente. Las circunstancias y las impresiones van aquí juntas.
Pasé por el pub más antiguo de Londres, el Ye Olde Cheshire Cheese, en un callejón a la altura del 115 de Fleet Street. Trescientos cincuenta años en los que ha habido tiempo para que Samuel Johnson, Charles Dickens, Rudyard Kipling, Mark Twain y el propio Chesterton hicieran sus consumiciones.
De hecho, yo compartí la misma experiencia que Hercule Poirot, el famoso detective de Agatha Christie, que en un relato alaba el pastel de carne y riñones que allí servían y siguen sirviendo. Pero este tipo de comidas, y otras similares, también han servido para sembrar la desconfianza de muchos habitantes del planeta hacia los ingleses, pues no es apta para todos los paladares, aunque las cosas mejoran si viene acompañada de una excelente cerveza negra. De esas que debieron hacer las delicias de Chesterton, que, sin embargo, nunca fue un alcohólico sino un agradecido a Dios, autor de la vida, por la alegría de vivir y saciar su sed, porque en este pub sí se sacia, con una jarra de cerveza. Con ella, Chesterton podía pasar de la potencia al acto, al igual que sus admirados Aristóteles y Tomás de Aquino, mientras que el puritanismo, asentado en Inglaterra tres siglos antes de la época del escritor, siempre me ha parecido incapaz de entender la espontánea jovialidad de un grupo de amigos, dentro o fuera de una taberna, aunque fueran de ideas tan diferentes como Gilbert Keith Chesterton y George Bernard Shaw.
Con los aventureros del Club Chesterton, llegué también a Top Meadows, en Beaconsfield, la residencia del matrimonio Chesterton desde 1909, que, sin embargo, no privó al escritor de sus andanzas londinenses gracias a la estación de tren próxima a su casa.
La actual propietaria de la vivienda nos invitó a entrar y en el salón principal pudimos contemplar las estanterías en que había estado la biblioteca chestertoniana, ocupadas hoy, sin embargo, por numerosos libros de ficción, con abundancia de best sellers, llamados, seguramente, a ocupar el tiempo libre de personas que parecen huir del ajetreo de los rascacielos con oficinas que brotan sin cesar a orillas del Támesis. También contemplé el pequeño escenario con el que el buen Gilbert entretenía a los niños con pequeños espectáculos teatrales. El matrimonio no pudo tener hijos, pero el escritor disfrutó de lo lindo jugando con los niños de los demás, a lo mejor un poco más que sus propios padres.
Gracias a los buenos oficios del padre Gabriel Díaz Patri, un sacerdote grecocatólico, nuestra expedición se encontró con los restos de la biblioteca personal de Chesterton en el despacho parroquial de una iglesia de Beaconsfield dedicada a Santa Teresa de Lisieux. Allí había muchos libros dedicados de autores de la época, como Hilaire Belloc o Maurice Baring, pero a mí me llamó más la atención una vieja edición, bien conservada, de las obras de Walter Scott. A Chesterton le entusiasmaban las hazañas de personajes como Ivanhoe y Rob Boy, aunque no escribió un libro sobre Scott, como sí lo hizo con otro autor de Escocia, Robert Louis Stevenson. Podía haberlo redactado perfectamente, con su asombrosa capacidad de saber relacionar, y a lo mejor habría publicado una obra de reflexiones teológicas, eso sí muy católicas, aunque el sujeto biografiado fuera un presbiteriano escocés.
El Club Chesterton pasó por Oxford con la rapidez de quien tiene mucho que ver, pero que no encuentra el tiempo suficiente para detenerse, sobre todo si te apremia el conductor de un autobús. Hubo tiempo para parar unos instantes en el Oriel College, del que fue rector el cardenal Newman, y un tiempo algo mayor en una librería de segunda mano especializada en autores católicos ingleses y bajo el nombre de San Felipe Neri. Y es que el objetivo era llegar a la colina del Caballo Blanco, una colina de unos 260 m, situada en el condado de Oxfordshire.
Chesterton escribió un pequeño poema épico, La balada del Caballo Blanco, para recordar la victoria del rey Alfredo el Grande sobre los vikingos en el siglo IX y que, por cierto, nuestro guía sacerdote, ha traducido al español. No es, desde luego, un poema épico, al estilo de los del Renacimiento, con su elenco de divinidades paganas, sino que tiene mucho de medieval en el buen sentido de la expresión, pues no faltan ni una aparición de la Virgen ni la conversión al cristianismo del jefe vikingo, Guthrum. Hay quien que calificara esta obra de fábula miniada, de entretenimiento para una fácil credulidad, pero su final es mucho más feliz que el de la historia de las guerras del siglo XX, en las que la única alternativa es la aniquilación del contrario. A Chesterton le gustaban las leyendas épicas, aunque no las veía como la negación de la historia. Bien sabía que la batalla no tuvo lugar en aquella colina, y ciertamente no lo negó, pero pensaba que habría sido un buen escenario para la batalla.
Muchas anécdotas se podrían contar del paso por Londres del Club Chesterton de Granada, pero es ahora cuando empieza la verdadera aventura: la lectura de los libros de nuestro autor. Es compleja, aunque siempre agradecida. Su lectura es toda una aventura. ¿Qué saldrá de ella? ¿Qué se nos ocurrirá? Al pensar en esto, recordé una inscripción que vi en lo alto del viejo mercado londinense de Convent Garden. Pertenecía a una familia distinguida, los Russel, y simplemente dice Che Sara Sara.
Publicado en COPE.es