El 30 de enero de 1923 fallecía el abad benedictino del monasterio belga de Maredsous Dom Columba Marmion, un clásico de la literatura espiritual hasta bien entrado el siglo XX. San Juan Pablo II, que lo beatificó en el año 2000, y también Santa Teresa de Calcuta, comentaron en alguna ocasión que leían con frecuencia sus escritos. En el caso del Pontífice, fue Marmion quien le llevó por los senderos de una espiritualidad basada en la búsqueda de Dios. Solo quien lo busca de verdad se encontrará a sí mismo, pese a que la mentalidad imperante no opine así.
Marmion decía al respecto: «No olvidéis jamás esta verdad. El hombre vale lo que busca, a lo que él se vincula». Esta es una llamada para que el hombre vaya más allá de su condición natural, que no persiga el dinero, el placer o la satisfacción del orgullo. El programa de vida cristiana es buscar a Dios, y no conformarse con el Dios de la naturaleza. Hay que buscar al de la revelación. Es la actitud de un hijo que busca a su Padre, porque «Dios quiere hacernos santos, haciéndonos participar de su vida misma, y, por eso, Él nos adopta como sus hijos y los herederos de su gloria infinita y de su felicidad eterna».
Sus meditaciones y conferencias, transcritas por su secretario, dieron lugar en 1917 a Jesucristo, vida del alma. Allí encontramos el núcleo de la espiritualidad de Marmion a partir de esta cita paulina: «Dios nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1, 5). Esta es la clave de la santidad, porque, como subraya el autor, «el santo más elevado en el cielo es aquel que aquí abajo ha sido el más perfectamente hijo de Dios».
El poso espiritual de Marmion procede de las lecturas de la Biblia, la regla de San Benito, Santo Tomás y San Francisco de Sales, entre otros. El resultado son unos escritos de profunda espiritualidad y firmes fundamentos teológicos que contienen de por sí una declaración de propósitos: Jesucristo en sus ministros; Jesucristo, ideal del monje; Jesucristo, ideal del sacerdote… Sin embargo, no solo son libros para religiosos, sino para todos los cristianos, porque todos debemos estar unidos a Cristo y cultivar, de modo especial, el trato con el Espíritu Santo, el encargado de formar a Cristo en nosotros. Hay que ser dócil a las mociones del Espíritu para que se haga realidad lo de «no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Dom Columba Marmion no era alguien ensimismado en sus escritos. Muchos acudieron a la abadía de Maredsous para dirigirse espiritualmente, pues apreciaban su sensibilidad, cercanía y sentido del humor. Cuando no podía llegar a todos empleaba la correspondencia, lo que le permitió profundizar la relación con los amigos y mantener el contacto durante años. Antes de sentirse llamado a la vida monástica, fue vicario en una parroquia irlandesa y, a la vez, capellán de la prisión de Mountjoy. Allí no rehusó el trato con los presos más difíciles, agobiados por una perspectiva de largos años de cárcel y un enorme vacío en su existencia. Supo transmitirles una teología de la esperanza con la que animaba a confiar en la misericordia infinita de Dios.
Las obras de Marmion son un reflejo de la belleza de la oración y la liturgia. De ahí que inspiraran a grandes artistas como el compositor Olivier Messiaen, que tuvo muy en cuenta en sus creaciones estas palabras del abad: «Lo más importante no son las bellas vidrieras o la arquitectura, sino el momento en que el sacerdote pronuncia las palabras: “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”».
Publicado en Alfa y Omega.