En el Nuevo Testamento el amor de Dios es presentado como algo gratuito, que no tiene otro motivo sino el deseo de Dios de amar. El ágape es simplemente generosidad que actúa, libera y glorifica.
Cristo se atribuye a sí mismo el poder de perdonar los pecados. No sólo exhorta a los hombres a la penitencia, para que abandonen la vida de pecado y se conviertan a Dios, sino que acoge a los pecadores, justificando su conducta con que "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores"(Mc 2,17; Mt 9,1213; Lc 5,31-32), e indicándonos que en su actitud con respecto a los pecadores está presente la misericordia de Dios.
En el episodio de la curación del paralítico empieza diciendo: "Confía, hijo, tus pecados te son perdonados" (Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20), y ante la reacción de incredulidad de los escribas, prueba su poder de perdonar los pecados concediendo al paralítico también la curación física, relación entre perdón y curación que encontramos igualmente en 1 P 2,24 y sobre todo en Sant 5,1416. El texto de Mt 9,8 nos dice que ante este doble milagro de perdón de los pecados y de curación física "las muchedumbres quedaron sobrecogidas de temor y glorificaban a Dios de haber dado tal poder a los hombres", texto éste que insinúa que Dios dará este poder también a otros hombres.
Esta relación entre salvación y curación es tan íntima que vemos con frecuencia a Cristo en los evangelios como médico no sólo de las almas sino también de los cuerpos y, todavía más, quiso que la Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, por medio de los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos, a quienes el Catecismo de la Iglesia Católica llama "los sacramentos de curación" (nº 1421).
En cambio Jesús rechaza la opinión común en su época, según la cual toda enfermedad o defecto físico era necesariamente consecuencia de una culpa personal o hereditaria (Jn 9,2-3), aunque no excluye que en algunos casos pueda establecerse esta relación (Jn 5,14).
El perdón de los pecados siempre tuvo en Jesús un sentido de reconciliación. Jesús reconcilia a los pecadores con Dios, admitiéndoles en su compañía y la de los suyos incluso en las comidas. Dado que el pecador se aísla de Dios y de sus hermanos, el que se convierte tiene que reandar el camino, reconciliándose con sus hermanos para lograr una nueva reconciliación con Dios. Y obteniendo el perdón de Dios "al mismo tiempo se reconcilia con la Iglesia" (LG 11).
Aunque el Bautismo es el sacramento por excelencia del perdón de los pecados (Hch 2,38), existe sin embargo la posibilidad del perdón postbautismal, que se realiza a través del sacramento de la Penitencia y es el núcleo de este sacramento. Entre Dios y el pecador se realiza la mediación de Cristo: "El Hijo del Hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados" (Mt 9,6), y la de la Iglesia, a la que Cristo confía este poder (Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23).
El perdón es un don de Dios, que actúa en nosotros por su gracia, no sólo concediéndonos su perdón, sino invitándonos incluso a participar íntimamente de la vida divina. Por nuestra parte, la conversión supone aceptar la gracia divina y poner nuestra confianza en un Dios que sabemos quiere perdonarnos y consiste en un cambio del corazón, siendo algo esencialmente interior, aunque puede tener y tiene expresiones externas (Mt 7,15-20; Mc 7,16-23).