Una jarca de científicos pastoreados por la ONU acaba de perpetrar un informe en el que vinculan el cambio climático con el consumo de carne. Leyendo este informe enloquecido me he acordado de aquella sagaz reflexión de Chesterton: «Ve a comer con un millonario prohibicionista y verás que no ha suprimido los cubiertos de plata, pero en cambio ha suprimido la carne porque a los pobres les gusta… ¡cuando pueden hincarle el diente! Luego verás que no ha abolido los jardines lujosos ni las mansiones suntuosas. ¿Por qué? Porque son cosas vedadas a los pobres. Pero presumirá de levantarse temprano, porque el sueño es un bien que está al alcance de todas las fortunas. El millonario sólo se priva de las cosas simples y universales. Renunciará a la cerveza o a la carne o al sueño… porque esos placeres le recuerdan que no es más que un hombre ordinario».
Leonardo DiCaprio no sacrifica sus vacaciones en yate, ni sus viajes en jet privado, ni sus polvetes con ángeles de Victoria’s Secret (un ángel distinto cada semana); sacrifica tan sólo lo que lo une a los hombres ordinarios, que es comer carne. Los científicos que perpetran informes para la ONU no renuncian a sus dietas fastuosas, pero imponen a los hombres sencillos una dieta infausta. Para someter a los hombres ordinarios, los millonarios prohibicionistas siempre persiguen el vino o la carne, que son los placeres de los hombres ordinarios; y así evitan que los hombres ordinarios puedan perseguir los abortos o los paraísos fiscales, que son los placeres de los millonarios prohibicionistas. Este odio a los hombres ordinarios se complica, además, con la mentalidad bulímica de los millonarios prohibicionistas, que no pueden concebir la existencia de límites. Necesitan estar siempre viajando en jet privado, necesitan estar siempre cobrando dietas, necesitan estar siempre follando con ángeles de Victoria’s Secret (un ángel distinto cada semana); de ahí que, cuando imponen sacrificios a los hombres ordinarios, sean también sacrificios ilimitados. No entienden que a los hombres ordinarios nos gusta poner límites en nuestros placeres sencillos: no nos gusta estar siempre cantando, no nos gusta estar siempre en misa, ni siquiera nos gusta estar siempre comiendo chuletas. Reservamos nuestras canciones, nuestras misas y nuestras chuletas para momentos especiales. Pero los millonarios prohibicionistas no pueden concebir una existencia con días de fiesta, con cumpleaños o con cuaresmas; no pueden entender otra forma de vida que no sea una ilimitada bulimia y, cuando se imponen sacrificios, no se conforman con comer menos carne, sino que se privan de la carne; no se conforman con privarse de la carne, sino que se privan también de los huevos o de la leche. Aplican a su dieta la misma compulsividad ilimitada que DiCaprio aplica a sus folleteos.
Y, como no conciben una vida con límites, también borran los límites entre el hombre y los animales. El animalismo, bajo su apariencia de refinamiento civilizatorio, esconde el fin de la civilización. En todos los ocasos de la Humanidad ha surgido la tentación de endiosar a los animales: lo hicieron las civilizaciones bárbaras, de Egipto a Cartago, que imaginaron un panteón que era en realidad un zoológico amedrentador, poblado por alimañas; y lo volvieron a hacer las civilizaciones refinadas, cuando llegó su decrepitud. Tras el ideal de tratar a los animales como si fuesen hombres, se esconde siempre el secreto anhelo de tratar a los hombres como si fuesen animales.
Acabarán consiguiendo que los hombres sencillos nos volvamos caníbales. Pero un canibalismo bien enfocado, además de devolvernos el placer de comer carne, podría servirnos para acabar con los millonarios prohibicionistas.
Publicado en ABC.